jueves, 9 de octubre de 2014

El alto coste del desperdicio de alimentos (1)

Enviado por Ma Fernanda González R

Una tercera parte de los alimentos que producimos se pierde o acaba en la basura. Podemos hacerlo mejor.

Es la temporada de lechugas en el valle de Salinas, una depresión en la región central de California que produce alrededor del 70% de las hortalizas de hoja verde que se comercializan en Estados Unidos. Por la mañana, una procesión de tráilers cargados hasta los topes parte de las plantas de procesado del valle, rumbo al norte, el sur y el este.

Mientras tanto, un camión portacontenedor llega a la Estación de Transferencia de Sun Street, no lejos del centro urbano de Salinas. El conduc­tor se detiene sobre una báscula y a continuación coloca el baqueteado contenedor sobre una plataforma de hormigón. Un movimiento de palanca, un zumbido neumático, y 15 metros cúbicos de lechugas y espinacas caen al suelo formando una pila de dos metros de alto. Envasadas en cajas y bolsas de plástico, las hortalizas dan la impresión de estar frescas, lozanas, inmaculadas, pero varios delitos las han condenado a acabar en el vertedero: sus envases no contienen lo que deberían, o están mal etiquetados, o no han sido correctamente sellados, o están rasgados.

Cualquiera diría que desperdiciar semejante montón de comida es un pecado, incluso un crimen, pero la cosa no ha hecho más que empezar. A lo largo de la jornada, la planta de transfe­rencia recibirá entre 10 y 20 cargamentos más de hortalizas perfectamente comestibles, procedentes de las empresas productoras-envasadoras de la zona. Entre los meses de abril y noviembre el departamento encargado de la gestión de los residuos sólidos del valle de Salinas envía al ver­tedero entre dos y cuatro toneladas de verduras recién recogidas del campo. Y esta es solo una de las muchas plantas de transferencia de residuos que hay en los valles agrícolas de California.

La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), que lleva la cuenta de lo que se produce y consume en el planeta, calcula que cada año una tercera parte de la producción mundial de alimentos para consumo humano se pierde o desperdicia en la cadena que se inicia en las explotaciones agropecuarias, pasa por las plantas de procesado, los mercados al por mayor y los comercios minoris­tas, y llega a los negocios de restauración y a la cocina de nuestros hogares. Todo esto significa 1.300 millones de toneladas anuales, suficientes para alimentar a 3.000 millones de personas.


El desperdicio alimentario se produce en distintos lugares y por distintos motivos. En general los países industrializados pierden más comida en las fases de comercialización y consumo, mientras que en las naciones en vías de desarrollo, que con frecuencia carecen de las infraestructuras necesarias para hacer llegar todo el alimento en buen estado a los consumidores, la mayor parte de las pérdidas tiene lugar en las fases de producción, postcosecha y procesado.

Pensemos en África, por ejemplo. A causa de los deficientes sistemas de almacenamiento y transporte, entre el 10 y el 20% de los cereales subsaharianos sucumben a enemigos como el moho, los insectos y los roedores. Hablamos de alimentos por valor de 3.000 millones de euros, suficientes para alimentar a 48 millones de bocas durante un año entero. Sin sistemas de refrigeración, los productos lácteos se agrian y el pescado se pudre. Sin la capacidad de encurtir, enlatar, curar o embotellar, los excedentes de los productos perecederos (ocra, mango, col…) no se pueden transformar en

alimentos duraderos, de larga conservación. Las deficiencias viarias y ferroviarias lentifican el viaje del tomate del campo al mercado; la fruta mal envasada acaba hecha papilla; las verduras se mustian y se pudren por falta de sombra y fresco. En la India, que afronta problemas similares, se desaprovecha entre un 35 y un 40% de las frutas y verduras.

En los países desarrollados, la hipereficiencia de las prácticas agrícolas, la omnipresente refrigeración y la calidad de los transportes, del almacenamiento y de las comunicaciones garantizan que la mayor parte de los alimentos que producimos llegue a los puntos de venta (pese a los montones desechados del vertedero de la Sun Street). Pero a partir de ese punto las cosas em­peoran. Según la FAO, los países industrializados tiran 670 millones de toneladas de comida al año, una cantidad casi igual a la producción neta de alimentos del África subsahariana.

Se desperdician calorías en los restaurantes que sirven raciones desproporcionadas u opíparos bufés, cuyos empleados tiran todo a la basura en cuanto llega la hora de cerrar, aunque no haya estado ni cinco minutos en el mostrador. Los comercios de alimentación estadounidenses dejan de vender 19 millones de toneladas de comida al año, aunque hacen lo posible para que no se sepa. Los encargados adquieren por sistema más mercancía de la necesaria, por miedo a quedarse sin existencias de algún producto en concreto. Estantes enteros de guisantes en perfecto estado terminan en el contenedor para ha­­cer sitio a nuevas remesas de guisantes idénticos. La cadena británica de supermercados Tesco, que en los últimos años se ha comprometido públicamente a reducir el desperdicio alimentario, reconoció haber desechado más de 50.000 toneladas de comida en sus establecimientos del Reino Unido durante el último año fiscal.

Los consumidores también tenemos nuestra parte de culpa: compramos de más porque en cada esquina tenemos la posibilidad de adquirir comida relativamente barata y presentada en envases seductores; no la almacenamos adecuadamente; nos tomamos al pie de la letra la «fecha de consumo preferente», cuando en realidad ese etiquetado informa del punto máximo de frescura del producto y tiene poco que ver con la se­­guridad alimentaria; olvidamos las sobras en el fondo de la nevera, no pedimos que nos en­­vuel­van para llevar la comida que no nos hemos acabado en el restaurante y sufrimos mínimas o nulas consecuencias cuando tiramos a la basura una ración que hemos dejado a medias.

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