En la época moderna a lo largo del siglo XX encontramos reflejadas ambas posturas, a menudo antagónicas. Por ejemplo, el astrónomo británico Harold Spencer consideraba que la vida necesariamente aparece dados los elementos que se requieren, y escribió en 1940 algo así como: “Parece razonable suponer que, siempre que en algún lugar del universo aparezcan las condiciones adecuadas, la vida inevitablemente aparecerá.” En el mismo lado del debate encontramos al químico Melvin Calvin, quien concluía que todo lo que se requiere para estimar la probabilidad de vida celular en el universo, es conocer el número de planetas con condiciones similares al nuestro.
Así, en los últimos 2,500 años hemos pasado por diferentes teorías e hipótesis que tratan de una u otra forma explicar sin necesidad de las divinidades de antiguos pueblos y culturas como se generó la vida que conocemos en nuestro planeta y quizá en otros planetas más.
Desde la antigüedad la creencia de la generación espontánea se tenía como aceptable, sosteniendo que la vida podía surgir del lodo, del agua, del mar o de las combinaciones de los cuatro elementos fundamentales: aire, fuego, agua, y tierra. Aristóteles propuso el origen espontáneo para gusanos, insectos, y peces a partir de sustancias como el rocío, el sudor y la humedad. Según él, este proceso era el resultado de la interacción de la materia no viva, con fuerzas capaces de dar vida a lo que no tenía. A esta fuerza la llamó entelequia.
Hasta la mitad del siglo XVII, la mayor parte de la gente aceptó la hipótesis de la generación espontánea.
Francisco Redi (1626-1697), un médico y científico italiano, no estaba convencido de que las moscas salían de la carne podrida. Redi observó que las moscas se posaban en la carne podrida. También observó que en la carne aparecían pequeños organismos blancos parecidos a gusanos. Estos gusanos se comían la carne podrida. Eventualmente, los gusanos dejaban de moverse y se convertían en pequeñas estructuras ovaladas. Redi colocó algunas de estas estructuras en frascos de cristal y los cubrió. Después, notó que de estas estructuras salían las moscas. Estas moscas se parecían a las moscas que había observado antes en la carne podrida. Redi formuló la hipótesis de que las moscas que se habían desarrollado de los gusanos eran la progenie de las moscas originales.
Redi diseñó un experimento para determinar si se desarrollaban gusanos en caso de que no se dejara a ninguna mosca entrar en contacto con la carne. Puso carne en ocho frascos. Cuatro de ellos permanecieron abiertos. Selló los otros cuatro frascos. En los frascos abiertos, observó que había moscas continuamente. Después de un corto período de tiempo, había gusanos solo en los frascos abiertos. Redi llegó a la conclusión de que los gusanos aparecían en la carne descompuesta solo si las moscas habían puesto antes sus huevos en la carne.
Los experimentos de Redi presentaron evidencia en contra de la hipótesis de la generación espontánea. Sus opositores alegaron que no se había permitido que el aire entrara a los frascos sellados. Ellos decían que la falta de aire evitaba que hubiera generación espontánea. Redi rediseñó su experimento y usó cubiertas. Estas cubiertas permitían que entrara el aire, pero dejaban fuera las moscas. No aparecieron gusanos en los frascos cubiertos de esta manera.
En 1745, John T. Needham, religioso jesuita y naturalista inglés, sostenía que había una “fuerza vital” que originaba la vida (Generación Espontánea) la cual argumentó con elegantes experimentos de índole científica; idea que fue apoyada por varios naturalistas que encontraron una fuerte oposición con el surgimiento de la teoría de la Biogénesis (la vida surge de la vida misma).
Lazzaro Spallanzani (1729-1799) naturalista e investigador italiano repitió los experimentos de Needham. Spallanzani tuvo particular cuidado al hervir las mezclas y al llenar los frascos. Usó corchos para tapar la mitad de los frascos. Selló herméticamente la otra mitad de los frascos.
Spallanzani observó que los seres vivientes aparecieron solamente en los frascos tapados con corcho. Presentó este experimento como evidencia de que no hay generación espontánea. Pero los abiogenistas, proponentes de la generación espontánea, señalaron que se había excluido el aire de los frascos sellados. Sostenían que el aire era esencial para que hubiera generación espontánea. Los biogenistas, sin embargo, creían que el aire era la fuente de la contaminación y había que excluirlo.
En 1860, la polémica entre abiogenistas y sus contradictores se había hecho tan intensa que la Academia de Ciencias Francesa ofreció un premio a quien pudiera resolver la controversia.
Louis Pasteur (1822-1895), un microbiólogo y químico francés lo ganó con una serie de experimentos tan bien diseñados que no permitían dudar de que la vida no surgiera de la nada.
Pasteur utilizó recipientes con cuellos largos y curvos, en los que colocó un caldo que había hervido durante algunos minutos. Al retirarlo del fuego, el aire entraba por el cuello, pero los microbios quedaban atrapados en él, lo que impedía que contaminaran el líquido y permitía conservarlo estéril indefinidamente. Sólo cuando se rompía el cuello, aparecían organismos en el caldo.
Con esto, Pasteur derribó definitivamente la teoría de la generación espontánea, pues demostró que los organismos sólo aparecían cuando había aire contaminado.
Esta historia de dos siglos, de fines del XVII a fines del XIX, y de Leeuwenhoek a Pasteur, llevó a la certeza actual de que los seres vivos provienen de otros seres vivos y no de la materia inanimada. La ciencia actual, sin embargo, no está en condiciones de explicar el origen primero de la vida.
Los experimentos de Redi confirmaron la hipótesis de la biogénesis, los cuales se enfrentaron en distintos momentos y con distintos experimentos para apoyar cada una de sus posturas hasta que finalmente con la precisión científica que caracterizó los experimentos de Louis Pasteur logró definitivamente dejar de lado la idea de que la vida pudiera surgir por “generación espontánea”.
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