¿Una enfermedad venérea, yo?
No, claro que no. No lo creo. Es decir, bueno, sí, cuando se tiene vida sexual, siempre se corre algún riesgo. Pero desde que entramos de lleno en la era de los antibióticos, las enfermedades de trasmisión sexual (ETS) producidas por bacterias (por ejemplo, sífilis y gonorrea) u organismos unicelulares más complejos como los protistas (tricomoniasis), parecen ir en retroceso. O al menos, tenemos la confianza de que existen tratamientos accesibles y efectivos en la mayoría de los casos. Mucho más preocupantes parecen las ETS provocadas por virus: todos hemos oído hablar del virus de la inmunodeficiencia humana (VIH), causante del sida. Junto con el virus del herpes simple tipo 2, entró en nuestro vocabulario en la primera mitad de la década de 1980, y desde entonces ha ocupado cada vez más espacio en nuestras conversaciones y vida pública. Tenemos instituciones dedicadas exclusivamente al diagnóstico y prevención del VIH, tratamientos específicos y hasta un listón rojo para anunciar nuestro compromiso con la prevención y el combate contra esta enfermedad. Ninguno de estos esfuerzos es excesivo.
Si eres como la mayoría de las personas, lo más probable es que percibas a las ETS como una posibilidad muy remota, como algo que difícilmente te sucederá a ti o a las personas a las que estimas y admiras. Si eso es lo que piensas, lamento decirte que te equivocas.
Viajeros sin equipaje
Los virus son de una engañosa simplicidad: una porción de material genético, ya sea ácido ribonucleico (ARN) o desoxirribonucleico (ADN), envuelto en una o varias proteínas, y apenas nada más. Reducido a lo más esencial, ese material no incluye instrucciones para casi ninguno de los procesos que identificamos con la actividad de las células: sólo lo suficiente para replicarse en miles de copias aprovechándose de la maquinaria metabólica que le proporcione su víctima. A lo largo de nuestra vida entramos en contacto con infinidad de virus. Unos llegan hasta nuestras mucosas en los aerosoles de un estornudo.
Otros son inyectados en nuestra sangre por picaduras de insectos o mordeduras de animales... o por agujas contaminadas. Otros más se trasmiten por contacto directo entre las mucosas de dos personas. Éste es el caso del virus del papiloma humano (VPH), responsable de la infección venérea más frecuente en todo el mundo.
Existen alrededor de 100 variedades o cepas de VPH, casi todas identificadas por número. Algunas de las clases de VPH, como las llamadas 6 y 11, causan un crecimiento localizado de la piel de la región afectada: una verruga genital. Pero la mayoría de las veces, la infección por VPH no produce ningún síntoma ni molestia: el virus se limita a reproducirse silenciosamente en nuestra piel y pasa a cualquier otra persona con la cual tengamos contacto sexual. Por lo general, quien tiene infección por VPH ni siquiera lo sospecha, y en algún momento después de haber iniciado su vida sexual, entre 50 y 70% de las personas se han contagiado con algunas de las variedades de VPH. Casi siempre la infección termina por curarse espontáneamente y sin dejar secuelas.
Células antisociales
La mayor parte de los virus no permanecen demasiado tiempo en nuestro cuerpo: pronto logramos vencer la infección... o la infección nos vence a nosotros. Algunos virus, sin embargo, se las arreglan para producir infecciones persistentes, replicándose lentamente. El VIH, por ejemplo, es un virus con ARN que, al ser obligatoriamente leído "en reversa" para efectuar copias dentro de la célula invadida, sufre continuamente "errores" en sus copias; estos errores modifican la composición de su envoltura y lo hacen prácticamente indetectable para el sistema inmune.
Los virus con ADN tienen menos tendencia a la mutación. Algunos de ellos producen infecciones latentes, escondiendo sus genes en el núcleo de la célula infectada. Si esta célula tiene características propias de las células "madre" o precursoras (por ejemplo, las de la capa basal de epitelios: la piel y las mucosas), los virus como ciertas cepas del VPH logran permanecer en el organismo por tiempos prolongados. La presencia de material genético extraño en el núcleo puede llegar a modificar el ADN que originalmente tenía la célula, haciéndola cambiar de conducta. La célula podría, por ejemplo, dejar de desempeñar sus funciones metabólicas y tan sólo nutrirse y reproducirse, sin contribuir al buen funcionamiento del resto del cuerpo. Tenemos un nombre para estas células "antisociales" cuando además de funcionar egoístamente logran evadir la vigilancia del sistema inmune, que habitualmente debería poner fin a sus fechorías: cáncer.
Los virus son de una engañosa simplicidad: una porción de material genético, ya sea ácido ribonucleico (ARN) o desoxirribonucleico (ADN), envuelto en una o varias proteínas, y apenas nada más. Reducido a lo más esencial, ese material no incluye instrucciones para casi ninguno de los procesos que identificamos con la actividad de las células: sólo lo suficiente para replicarse en miles de copias aprovechándose de la maquinaria metabólica que le proporcione su víctima. A lo largo de nuestra vida entramos en contacto con infinidad de virus. Unos llegan hasta nuestras mucosas en los aerosoles de un estornudo.
Otros son inyectados en nuestra sangre por picaduras de insectos o mordeduras de animales... o por agujas contaminadas. Otros más se trasmiten por contacto directo entre las mucosas de dos personas. Éste es el caso del virus del papiloma humano (VPH), responsable de la infección venérea más frecuente en todo el mundo.
Existen alrededor de 100 variedades o cepas de VPH, casi todas identificadas por número. Algunas de las clases de VPH, como las llamadas 6 y 11, causan un crecimiento localizado de la piel de la región afectada: una verruga genital. Pero la mayoría de las veces, la infección por VPH no produce ningún síntoma ni molestia: el virus se limita a reproducirse silenciosamente en nuestra piel y pasa a cualquier otra persona con la cual tengamos contacto sexual. Por lo general, quien tiene infección por VPH ni siquiera lo sospecha, y en algún momento después de haber iniciado su vida sexual, entre 50 y 70% de las personas se han contagiado con algunas de las variedades de VPH. Casi siempre la infección termina por curarse espontáneamente y sin dejar secuelas.
Células antisociales
La mayor parte de los virus no permanecen demasiado tiempo en nuestro cuerpo: pronto logramos vencer la infección... o la infección nos vence a nosotros. Algunos virus, sin embargo, se las arreglan para producir infecciones persistentes, replicándose lentamente. El VIH, por ejemplo, es un virus con ARN que, al ser obligatoriamente leído "en reversa" para efectuar copias dentro de la célula invadida, sufre continuamente "errores" en sus copias; estos errores modifican la composición de su envoltura y lo hacen prácticamente indetectable para el sistema inmune.
Los virus con ADN tienen menos tendencia a la mutación. Algunos de ellos producen infecciones latentes, escondiendo sus genes en el núcleo de la célula infectada. Si esta célula tiene características propias de las células "madre" o precursoras (por ejemplo, las de la capa basal de epitelios: la piel y las mucosas), los virus como ciertas cepas del VPH logran permanecer en el organismo por tiempos prolongados. La presencia de material genético extraño en el núcleo puede llegar a modificar el ADN que originalmente tenía la célula, haciéndola cambiar de conducta. La célula podría, por ejemplo, dejar de desempeñar sus funciones metabólicas y tan sólo nutrirse y reproducirse, sin contribuir al buen funcionamiento del resto del cuerpo. Tenemos un nombre para estas células "antisociales" cuando además de funcionar egoístamente logran evadir la vigilancia del sistema inmune, que habitualmente debería poner fin a sus fechorías: cáncer.
Algunos riesgos
Según las normas oficiales para la prevención del cáncer cervicouterino, algunos de los factores de riesgo son:
- Ser mujer con edad entre 25 y 64 años.
- Haber iniciado tempranamente la vida sexual (antes de los 18 años).
- Tener múltiples parejas sexuales, o un compañero que haya tenido múltiples parejas sexuales.
- Ser portadoras de infección por VPH en el cuello de la matriz.
- Tener antecedentes de enfermedades de transmisión sexual.
- No haberse practicado el Papanicolau.
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