El disco de Faístos, una suerte de frisbee de los Picapiedra, probablemente fue esculpido en el 1700 a.C. Más que un libro, de hecho, podemos decir que estamos ante la primera manifestación de un prototipo de imprenta, pues los símbolos del disco fueron impresos por medio de sellos en la arcilla blanda, y no labrados a mano. Aún no los hemos encontrado, pero posiblemente este juego de sellos produjo grandes cantidades discos con información.
Pero el texto escrito no desplegó su verdadero poder transformador hasta el desarrollo de un papel económico y el formato de unirlo entre sí en forma de libro. Hasta entonces, escribir en cualquier otra superficie no era una forma eficaz de comunicación. El papel y el pergamino no solo eran caros, sino trabajoso de rellenar con palabras. Así que todo se apiñaba hasta límites que rozaban lo ininteligible, como explica Bill Bryson en su libro Shakespeare:
No había separación entre párrafos; de hecho, no había párrafos. Allí donde acababa una entrada, empezaba la siguiente sin solución de continuidad ni números o encabezamiento que identificasen cada caso o los separasen entre sí.
El poder de los libros apenas es perceptible hasta que se desarrolla un sistema rápido y barato de copiarlos en masa. En primer lugar porque ello permite que los libros lleguen a más gente, pero aún más importante: porque sin abundancia de libros no hay incentivos para aprender a leer y, mucho menos, aprender a escribir. Así pues, el desarrollo de la imprenta, a partir de 1436, fue un proceso parejo al desarrollo de la alfabetización.
El número de libros producidos en los cincuenta años siguientes a la invención de Gutenberg igualó la producción de los escribas europeos durante los mil años precedentes. Tal y como señala Nicholas Carr en Superficiales:
A finales del siglo XV, cerca de 250 ciudades europeas tenían imprenta, y unos 12 millones de volúmenes ya habían salido de sus prensas. En el siglo XVI la tecnología de Gutenberg saltó de Europa a Asia por Oriente Próximo; y también a las Américas, en 1539, cuando los españoles fundaron una prensa en la Ciudad de México. […] Aunque a la mayoría de los impresores les movía el ánimo de lucro fácil, su distribución de los textos más antiguos ayudó a dar profundidad intelectual y continuidad histórica a la nueva cultura centrada en el libro.
Una de las primeras manifestaciones del poder de los libros llegó poco después de la invención de la imprenta, pero no a través de los libros, sino de unos papeles con poderes sobrenaturales. Y es que, de acuerdo con la teología católica, una indulgencia es una manera de reducir la cantidad de tiempo que alguien pasa en el purgatorio por pecados que ya han sido perdonados.
El procedimiento para obtener indulgencias pasa por hacer donaciones a la Iglesia. Hasta el desarrollo de la imprenta, las indulgencias se escribían a mano en un papel. Es decir, que emitir indulgencias era relativamente lento. Si bien el trabajo más conocido de Johannes Gutenberg fue su Biblia, no fue su primer trabajo, ni mucho menos el de mayor volumen. Ese récord lo ostenta la indulgencia. Gracias a su imprenta, se pudieron imprimir cantidades ingentes de indulgencias; y a más indulgencias, más dinero para la Iglesia. Hacia 1550, el volumen de indulgencias que circulaba era tal que perdieron su sentido por su abundancia.
Pero esos fueron efectos colaterales de un poder que aún no se había encauzado, y que a día de hoy continúan existiendo en diversas formas, como los mensajes tautológicos de las galletas de la fortuna o los horóscopos. Al comenzar la distribución masiva de libro también se distribuyó una forma de introducirnos en mentes de personas que nunca habían llamado la atención de los demás, como los niños, los negros o las mujeres, amén de las clases menos favorecidas.
En primer lugar, porque el libro permite la exposición ponderada de ideas complejas, eliminando la aportación subjetiva de cada amanuense y favoreciendo el enfoque más racional y analítico. Y, en segundo lugar, porque el libro permite leer acerca de los sentimientos de personas como si nos transformáramos en ellas durante un tiempo, propiciando la potenciación de la empatía, el humanismo y el desarrollo de los derechos civiles.
Es la hipótesis que manifestan los psicólogos Raymond Mar y Keith Oatley en su estudio publicado en Journal of Research in Personality. El sentimiento abolicionista en Estados Unidos coincidió con la publicación de La cabaña del Tío Tom, de Harriet Beecher Stowe. Y los malos tratos infantiles en orfanatos empezaron a combatirse justo después de la publicación de novelas como Oliver Twist (1838) y La leyenda de Nicholas Nickleby (1839), ambas de Charles Dickens. Tal y como abunda en ello psicólogo cognitivo Steven Pinker en su libro Los ángeles que llevamos dentro:
Cuando sabemos cómo piensa otra persona, observamos el mundo desde la posición estratégica de esa persona. No solo captamos visiones y sonidos que no podríamos experimentar directamente, sino que entramos en esa mente ajena y compartimos temporalmente sus actitudes y reacciones.
Naturalmente, que los libros puedan agudizar la empatía no significa necesariamente que todos los libros hagan lo propio per se. También los libros han propagado ideas sesgadas, prejuicios y odio, como sostiene la experta en literatura Suzanne Keen en su obra Empathy and the Novel.
Éste es el poder de los textos escritos. Pueden cultivar el conocimiento o la ignorancia, el bien o el mal, la reflexión o la irreflexión. Pero indudablemente genera cambios sociales y psicológicos, y vuelve mucho más interesantes a las sociedades. Como este mismo artículo. Que espero que también haya obrado algún pequeño cambio en tu constelación neuronal. O no.
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