Los misterios de la fauna de Ediácara
Se han encontrado indicios de su existencia en Canadá, Siberia, Terranova o el suroeste de África y, aun así, su lugar en el árbol de la vida sigue siendo uno de los misterios sin resolver de la paleobiología. De hecho, un mismo fósil ha llegado a clasificarse como un alga, un liquen, un protozoo gigante o una formación rocosa natural sin relación alguna con un ser vivo.
En las llanuras de Nama, en Namibia, se han encontrado algunos de los mejores ejemplares de la biota de Ediacara. Los primeros aparecieron en 1908, y entre 1929 y 1933 el paleontólogo alemán Georg Gürich describió con gran detalle los numerosos especímenes que allí descubrió. Pero la comunidad científica no sabía muy bien qué hacer con ellos. ¿Cómo es posible? Debemos tener en cuenta que, salvo rarísimas excepciones, el proceso de fosilización no deja rastro de la anatomía o fisiología de los animales.
De los dinosaurios, por ejemplo, nos quedan los huesos y unos pocos restos de otros tejidos, como piel o plumas. A partir de ellos podemos deducir algo de su biología, pues es posible relacionar la disposición de sus costillas, su columna o sus dientes con la de los animales actuales. Lo mismo pasa con los trilobites; aunque se extinguieron hace 250 millones de años, su cuerpo segmentado y sus patas articuladas los encontramos en los artrópodos de hoy en día. Y es aquí donde subyace el problema con los fósiles de Ediacara: no hay forma de relacionar su estructura con nada conocido.
Las citadas llanuras de Nama están salpicadas de lomas que se asemejan a túmulos funerarios, pero no las alzó una desconocida civilización del pasado, sino las diminutas cianobacterias, cuando esta región era un fondo marino que yacía a poca profundidad, al final del periodo ediacárico, hace 543 millones de años.
Si pudiéramos verlo, ese mundo nos parecería un lugar desconcertante. Los océanos contenían tan poco oxígeno que los peces modernos no durarían mucho en sus aguas. El lecho estaba cubierto por una alfombra pegajosa de bacterias fotosintéticas sobre la cual vivían unos seres enigmáticos, vagamente parecidos a las medusas, cuyos cuerpos se asemejaban a almohadas delgadas y acolchadas. Otros eran de forma tubular, y los había que recordaban a las hojas de los helechos. Ninguno tenía estómago o aparato digestivo reconocible, y preferían las aguas someras y bien iluminadas, por lo que se piensa que podían hacer la fotosíntesis. De hecho, es posible que contaran con algas fotosintéticas en sus tejidos o que se alimentaran a través de su piel, si es que su capa externa puede llamarse así. La mayoría se mantenían inmóviles, pero unos pocos eran capaces de deambular a ciegas.
La extraña biología de los primeros animales
De entre todos ellos, uno de los más misteriosos es un ser segmentado, ancho y ovalado conocido como Dickinsonia. Se han recogido fósiles en sus diferentes estados de crecimiento –algunos especímenes, de hasta un metro de longitud–, pero no se ha encontrado ningún indicio de su estructura interna. Es más, no se sabe en cuál de los dos extremos estaba su cabeza. Y ello si suponemos que la tuviera. Sea como fuere, la vida de estos vendozoos, que es como también se conoce a la fauna de Ediacara, era bastante tranquila; no había depredadores ni tenían que luchar por el alimento.
Se han identificado más de treinta géneros de estos organismos, y aunque han pasado unas cuantas décadas desde su descubrimiento, aún no sabemos qué fueron. ¿Podría tratarse de los más antiguos antepasados de ciertos animales modernos, como las esponjas, los pennatuláceos –una forma de coral blando– o los gusanos segmentados? ¿O quizá son las reliquias de un experimento evolutivo fallido, sin relación alguna con los organismos actuales? Dicho de otro modo, son como seres vivos de otro planeta.
Entre los invertebrados que poblaron aquellos primitivos ecosistemas nos topamos con seres tan fascinantes como Hallucigenia, cuyo nombre nos da una idea de su aspecto. Este es tan surrealista que trae de cabeza a los paleontólogos desde su descubrimiento, en 1911.
Aunque su cabeza no se puede diferenciar claramente de la cola, se cree que la parte frontal tenía un cuello largo, rematado en dos o tres pares de apéndices sin pinzas o tentáculos. También se piensa que tenía un único intestino, muy sencillo, que recorría todo su cuerpo, cubierto de espinas. Aparentemente, se movía por el fondo marino, nutriéndose de restos de otras criaturas muertas, aunque hay quien cree que seguía una dieta de tejidos blandos de esponjas.
Pikaia gracilens también nos resultaría muy llamativo. Parecía un gusano plano, como hoja de 5 cm de longitud. No se sabe si tenía ojos poco desarrollados o era ciego. Se movía lentamente por la capa de sedimentos y estaba provistos de boca diminuta, sin partes masticadoras. Pero lo que lo hace realmente interesante es que podría ser un remoto ancestro de los actuales vertebrados, pues parece poseer una primitiva columna vertebral.
No era el único. En 1999, en la provincia china de Yunnan, se hallaron unos restos fosilizados de Myllokunmingia y de Haikouichthys, de 530 millones de años. Se cree que el primero tenía un cráneo cartilaginoso, y aunque se han preservado algunas partes del sistema digestivo, no ha sucedido así con la boca o con su cola. Del segundo, se sospecha que se trata de un pez sin mandíbula, el más antiguo conocido. Ambos son vertebrados. La explosión del Cámbrico también produjo artrópodos con patas y ojos compuestos, gusanos con branquias plumosas y depredadores veloces que podían agarrar a sus presas con sus primitivos dientes. La tranquilidad de la vida precámbrica había desaparecido, y ya nunca más volvería.
En 1964, el geólogo de la Universidad de Cambridge Brian Harland postuló que nuestro planeta había pasado por una edad del hielo en esa época. Había encontrado depósitos glaciares que daban muestra de ello en prácticamente todo el mundo. Pues bien, por entonces, algunos físicos estaban desarrollando ciertos modelos matemáticos del clima terrestre que acabarían revelando un hecho asombroso.
Mijaíl Ivanovich Budyko, un investigador del Observatorio Geofísico de Leningrado, averiguó de ese modo que todo el planeta podría haberse congelado. Si se iba enfriando y el hielo hacía acto de presencia, en el momento en que alcanzaba las latitudes treinta grados norte y sur, el enfriamiento se retroalimentaba y la congelación del globo era inevitable. Pero quien empezó a encajar las piezas fue Joseph Kirschvink, un experto en paleomagnetismo del Instituto Tecnológico de California que, tras estudiar los depósitos del Neoproterozoico en Australia, mostró que había habido hielo cerca del ecuador hace 700 millones de años.
En 1992 escribió un artículo donde expuso todas sus ideas y acuñó el citado término Tierra bola de nieve. Con el tiempo, encontró pruebas de que esto también había sucedido hacía 2500 millones de años. Así que nos hallamos ante dos casualidades tremendamente llamativas. Ambos fenómenos Tierra bola de nieve precedieron a los dos grandes avances en la evolución de la vida: la aparición de las células con núcleo, las eucariotas, aquellas con las que estamos hechos la inmensa mayoría de los seres vivos, hace 2200 millones de años; y la fauna de Ediacara, hace unos 600 millones, a la que sucedió la explosión del Cámbrico, cuando surgieron los animales tal como los conocemos.
¿Será que nosotros y todas las formas de vida complejas debemos nuestra existencia a una Tierra totalmente congelada?
Se han encontrado indicios de su existencia en Canadá, Siberia, Terranova o el suroeste de África y, aun así, su lugar en el árbol de la vida sigue siendo uno de los misterios sin resolver de la paleobiología. De hecho, un mismo fósil ha llegado a clasificarse como un alga, un liquen, un protozoo gigante o una formación rocosa natural sin relación alguna con un ser vivo.
En las llanuras de Nama, en Namibia, se han encontrado algunos de los mejores ejemplares de la biota de Ediacara. Los primeros aparecieron en 1908, y entre 1929 y 1933 el paleontólogo alemán Georg Gürich describió con gran detalle los numerosos especímenes que allí descubrió. Pero la comunidad científica no sabía muy bien qué hacer con ellos. ¿Cómo es posible? Debemos tener en cuenta que, salvo rarísimas excepciones, el proceso de fosilización no deja rastro de la anatomía o fisiología de los animales.
De los dinosaurios, por ejemplo, nos quedan los huesos y unos pocos restos de otros tejidos, como piel o plumas. A partir de ellos podemos deducir algo de su biología, pues es posible relacionar la disposición de sus costillas, su columna o sus dientes con la de los animales actuales. Lo mismo pasa con los trilobites; aunque se extinguieron hace 250 millones de años, su cuerpo segmentado y sus patas articuladas los encontramos en los artrópodos de hoy en día. Y es aquí donde subyace el problema con los fósiles de Ediacara: no hay forma de relacionar su estructura con nada conocido.
Las citadas llanuras de Nama están salpicadas de lomas que se asemejan a túmulos funerarios, pero no las alzó una desconocida civilización del pasado, sino las diminutas cianobacterias, cuando esta región era un fondo marino que yacía a poca profundidad, al final del periodo ediacárico, hace 543 millones de años.
Si pudiéramos verlo, ese mundo nos parecería un lugar desconcertante. Los océanos contenían tan poco oxígeno que los peces modernos no durarían mucho en sus aguas. El lecho estaba cubierto por una alfombra pegajosa de bacterias fotosintéticas sobre la cual vivían unos seres enigmáticos, vagamente parecidos a las medusas, cuyos cuerpos se asemejaban a almohadas delgadas y acolchadas. Otros eran de forma tubular, y los había que recordaban a las hojas de los helechos. Ninguno tenía estómago o aparato digestivo reconocible, y preferían las aguas someras y bien iluminadas, por lo que se piensa que podían hacer la fotosíntesis. De hecho, es posible que contaran con algas fotosintéticas en sus tejidos o que se alimentaran a través de su piel, si es que su capa externa puede llamarse así. La mayoría se mantenían inmóviles, pero unos pocos eran capaces de deambular a ciegas.
La extraña biología de los primeros animales
De entre todos ellos, uno de los más misteriosos es un ser segmentado, ancho y ovalado conocido como Dickinsonia. Se han recogido fósiles en sus diferentes estados de crecimiento –algunos especímenes, de hasta un metro de longitud–, pero no se ha encontrado ningún indicio de su estructura interna. Es más, no se sabe en cuál de los dos extremos estaba su cabeza. Y ello si suponemos que la tuviera. Sea como fuere, la vida de estos vendozoos, que es como también se conoce a la fauna de Ediacara, era bastante tranquila; no había depredadores ni tenían que luchar por el alimento.
Se han identificado más de treinta géneros de estos organismos, y aunque han pasado unas cuantas décadas desde su descubrimiento, aún no sabemos qué fueron. ¿Podría tratarse de los más antiguos antepasados de ciertos animales modernos, como las esponjas, los pennatuláceos –una forma de coral blando– o los gusanos segmentados? ¿O quizá son las reliquias de un experimento evolutivo fallido, sin relación alguna con los organismos actuales? Dicho de otro modo, son como seres vivos de otro planeta.
La revolución del Cámbrico
Pero la verdadera revolución llegó con el Cámbrico, hace 540 millones de años, cuando el planeta conoció una explosión de vida sin precedentes. En un corto periodo de tiempo, evolucionaron o aparecieron todas las formas orgánicas animales que hoy conocemos: los artrópodos, los moluscos y los cordados.
En este punto, la fauna de Ediacara desaparece del registro fósil, que es ocupado por los trilobites y sus congéneres, tal como nos muestran los mejores restos que han podido recuperarse, en Burgess Shale, en la Columbia Británica (Canadá). ¿Qué ocurrió con los animales de Ediacara? ¿Por qué se produjo semejante estallido de vida animal? De momento, no hay una respuesta clara a todas estas cuestiones.
El desarrollo de la masticación, y por tanto de la depredación, dio el pistoletazo a una carrera armamentística que transformó el planeta. Las primeras estructuras similares a dientes se encuentran en el género Protohertzina. Este estaba integrado por criaturas muy similares a los gusanos flecha que forman parte del plancton oceánico actual. Su aparición devino en las prilas de Maikhanella, con sus diminutas conchas en forma de gorra construidas a partir de grupos de espinas.
El plancton empezó a invadir los mares del Cámbrico, lo que modificó notablemente la red trófica, pues sirvió de comida para la inmensa diversidad de animales que acababan de aparecer.
Pero la verdadera revolución llegó con el Cámbrico, hace 540 millones de años, cuando el planeta conoció una explosión de vida sin precedentes. En un corto periodo de tiempo, evolucionaron o aparecieron todas las formas orgánicas animales que hoy conocemos: los artrópodos, los moluscos y los cordados.
En este punto, la fauna de Ediacara desaparece del registro fósil, que es ocupado por los trilobites y sus congéneres, tal como nos muestran los mejores restos que han podido recuperarse, en Burgess Shale, en la Columbia Británica (Canadá). ¿Qué ocurrió con los animales de Ediacara? ¿Por qué se produjo semejante estallido de vida animal? De momento, no hay una respuesta clara a todas estas cuestiones.
El desarrollo de la masticación, y por tanto de la depredación, dio el pistoletazo a una carrera armamentística que transformó el planeta. Las primeras estructuras similares a dientes se encuentran en el género Protohertzina. Este estaba integrado por criaturas muy similares a los gusanos flecha que forman parte del plancton oceánico actual. Su aparición devino en las prilas de Maikhanella, con sus diminutas conchas en forma de gorra construidas a partir de grupos de espinas.
El plancton empezó a invadir los mares del Cámbrico, lo que modificó notablemente la red trófica, pues sirvió de comida para la inmensa diversidad de animales que acababan de aparecer.
Entre los invertebrados que poblaron aquellos primitivos ecosistemas nos topamos con seres tan fascinantes como Hallucigenia, cuyo nombre nos da una idea de su aspecto. Este es tan surrealista que trae de cabeza a los paleontólogos desde su descubrimiento, en 1911.
Aunque su cabeza no se puede diferenciar claramente de la cola, se cree que la parte frontal tenía un cuello largo, rematado en dos o tres pares de apéndices sin pinzas o tentáculos. También se piensa que tenía un único intestino, muy sencillo, que recorría todo su cuerpo, cubierto de espinas. Aparentemente, se movía por el fondo marino, nutriéndose de restos de otras criaturas muertas, aunque hay quien cree que seguía una dieta de tejidos blandos de esponjas.
Pikaia gracilens también nos resultaría muy llamativo. Parecía un gusano plano, como hoja de 5 cm de longitud. No se sabe si tenía ojos poco desarrollados o era ciego. Se movía lentamente por la capa de sedimentos y estaba provistos de boca diminuta, sin partes masticadoras. Pero lo que lo hace realmente interesante es que podría ser un remoto ancestro de los actuales vertebrados, pues parece poseer una primitiva columna vertebral.
No era el único. En 1999, en la provincia china de Yunnan, se hallaron unos restos fosilizados de Myllokunmingia y de Haikouichthys, de 530 millones de años. Se cree que el primero tenía un cráneo cartilaginoso, y aunque se han preservado algunas partes del sistema digestivo, no ha sucedido así con la boca o con su cola. Del segundo, se sospecha que se trata de un pez sin mandíbula, el más antiguo conocido. Ambos son vertebrados. La explosión del Cámbrico también produjo artrópodos con patas y ojos compuestos, gusanos con branquias plumosas y depredadores veloces que podían agarrar a sus presas con sus primitivos dientes. La tranquilidad de la vida precámbrica había desaparecido, y ya nunca más volvería.
La tierra en bola de nieve y su papel en la evolución de los animales
Los biólogos han discutido durante décadas qué provocó ese big bang evolutivo. Entre los factores que se barajan se encuentra el fuerte aumento del oxígeno atmosférico, que provocó un incremento en el número de organismos fotosintéticos. Esto pudo facilitar el desarrollo de ciertas moléculas, como el colágeno, una proteína estructural en muchos tejidos animales. También, la mayor actividad volcánica, que junto a la erosión terrestre disparó la cantidad de calcio disuelto en el mar. Ello abrió la puerta a la aparición de las primeras conchas y exoesqueletos. Pero hay un fenómeno climático que parece haber desempeñado un papel notable: la formación de la llamada Tierra bola de nieve.
Todo comenzó en la década de 1960, cuando los científicos empezaron a descubrir las primeras pruebas de la existencia de una tremenda glaciación en el pasado. Los datos que iban recogiendo indicaban que cerca del final de la era neoproterozoica, que abarca desde hace aproximadamente 1000 millones hasta hace 543 millones de años, los hielos se extendían hasta las zonas tropicales.
Los biólogos han discutido durante décadas qué provocó ese big bang evolutivo. Entre los factores que se barajan se encuentra el fuerte aumento del oxígeno atmosférico, que provocó un incremento en el número de organismos fotosintéticos. Esto pudo facilitar el desarrollo de ciertas moléculas, como el colágeno, una proteína estructural en muchos tejidos animales. También, la mayor actividad volcánica, que junto a la erosión terrestre disparó la cantidad de calcio disuelto en el mar. Ello abrió la puerta a la aparición de las primeras conchas y exoesqueletos. Pero hay un fenómeno climático que parece haber desempeñado un papel notable: la formación de la llamada Tierra bola de nieve.
Todo comenzó en la década de 1960, cuando los científicos empezaron a descubrir las primeras pruebas de la existencia de una tremenda glaciación en el pasado. Los datos que iban recogiendo indicaban que cerca del final de la era neoproterozoica, que abarca desde hace aproximadamente 1000 millones hasta hace 543 millones de años, los hielos se extendían hasta las zonas tropicales.
En 1964, el geólogo de la Universidad de Cambridge Brian Harland postuló que nuestro planeta había pasado por una edad del hielo en esa época. Había encontrado depósitos glaciares que daban muestra de ello en prácticamente todo el mundo. Pues bien, por entonces, algunos físicos estaban desarrollando ciertos modelos matemáticos del clima terrestre que acabarían revelando un hecho asombroso.
Mijaíl Ivanovich Budyko, un investigador del Observatorio Geofísico de Leningrado, averiguó de ese modo que todo el planeta podría haberse congelado. Si se iba enfriando y el hielo hacía acto de presencia, en el momento en que alcanzaba las latitudes treinta grados norte y sur, el enfriamiento se retroalimentaba y la congelación del globo era inevitable. Pero quien empezó a encajar las piezas fue Joseph Kirschvink, un experto en paleomagnetismo del Instituto Tecnológico de California que, tras estudiar los depósitos del Neoproterozoico en Australia, mostró que había habido hielo cerca del ecuador hace 700 millones de años.
En 1992 escribió un artículo donde expuso todas sus ideas y acuñó el citado término Tierra bola de nieve. Con el tiempo, encontró pruebas de que esto también había sucedido hacía 2500 millones de años. Así que nos hallamos ante dos casualidades tremendamente llamativas. Ambos fenómenos Tierra bola de nieve precedieron a los dos grandes avances en la evolución de la vida: la aparición de las células con núcleo, las eucariotas, aquellas con las que estamos hechos la inmensa mayoría de los seres vivos, hace 2200 millones de años; y la fauna de Ediacara, hace unos 600 millones, a la que sucedió la explosión del Cámbrico, cuando surgieron los animales tal como los conocemos.
¿Será que nosotros y todas las formas de vida complejas debemos nuestra existencia a una Tierra totalmente congelada?
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