Enviado por Diana Soto Tovar
Amenume y Kingsley trabajan en uno de los mayores cementerios electrónicos del mundo. Se encuentra en Agbogbloshie, un suburbio de Accra, la capital de Ghana. En el país aterrizan todos los años unos cinco millones de aparatos electrónicos usados, procedentes sobre todo de Europa, Estados Unidos y China, informó el Ministerio de Medio Ambiente de Ghana.
Con el paso del tiempo, el basurero se ha convertido en un venenoso cementerio electrónico. Y en una importante fuente de ingresos para los más pobres de entre los pobres, que rebuscan entre la basura metal revendible como aluminio, cobre o hierro. Según el Banco Mundial, cerca de un cuarto de los 35 millones de ghaneses viven por debajo del umbral de la pobreza, que se sitúa en 1.25 dólares al día. De ellos, unos 40 mil -muchas familias de regiones rurales- residen en el surburbio de Agbogbloshie.
“Hace cinco años perdí mi trabajo de vigilante”, cuenta Amenuma. Hurgar entre la basura es la única manera de alimentar a su familia. Su hijo ha dejado el colegio para ayudarle, añade. “Sabemos que podemos enfermar a causa del humo, pero si dejamos de trabajar aquí, no tendremos qué comer.” Al quemarse los cables desprenden químicos que dañan la salud y el medio ambiente. Algunos afectan a la reproducción, mientras que otros pueden causar cáncer o trastornos en el cerebro y el sistema nervioso.
John Essel es médico en una clínica a sólo dos calles de Agbogbloshie. Todos los días recibe a pacientes que trabajan en el basurero, cuenta. “Vienen a mí con erupciones cutáneas, dolor abdominal, insomnio o agotamiento. También vemos enfermedades cardiovasculares”, añade.
Al contrario que otros muchos países, en Ghana no hay leyes que prohíban la importación de basura electrónica. Por eso, el país es tan popular como última parada para aparatos electrónicos usados. La chatarra llega como donación o declarada como producto usado para su reventa en el país. Pero desde el Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos critican que muchos comerciantes declaran los aparatos rotos como usados para evitar los elevados costes del reciclaje en sus países de origen.
Los ghaneses más pobres seguirán buscando metal entre la basura. Por cada 100 kilos reciben unos 24 dólares. “En un día bueno, gano unos 30 cedis”, cuenta Kofi Adu. El joven de 18 años, que hace dos abandonó la escuela para ayudar a su madre, hurga entre una montaña de PCs averiados. Para él ya es demasiado tarde para hacer realidad sus sueños, afirma. “Quería ser médico, pero eso ahora es totalmente imposible.”
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