Da lo mismo dónde se produzca el desperdicio alimentario: cada plato de comida desaprovechado es un plato que no nutrirá a nadie. Una familia estadounidense de cuatro miembros desecha un promedio de 1.000 euros al año en comida.
Despilfarrar comida es también despilfarrar las ingentes cantidades de combustible, productos agroquímicos, agua, tierra y mano de obra invertidos en su producción. En 2007, por ejemplo, la ocupación mundial del suelo destinado a producir unas cosechas que nadie se comería fue de 1.400 millones de hectáreas, la superficie de Canadá y la India. Pero el coste medioambiental va más allá.
El destino final de los desperdicios suelen ser los vertederos, donde, sepultados sin aire, generan metano, un gas de efecto invernadero mucho más potente que el dióxido de carbono. Solo Estados Unidos y China emiten a la atmósfera mayor cantidad de gases de efecto invernadero que lo que supone el desperdicio de alimentos.
Comernos lo que producimos parece lo más lógico, un requisito indispensable para un sistema alimentario sostenible. Pero la implacable economía tiene querencia por obstaculizar las soluciones sencillas. Es evidente que cuantos más yogures desechen los consumidores al leer la fecha de consumo preferente, más yogures nuevos se venderán.
Para los supermercados, quizá tenga más sentido tirar al contenedor el excedente de manzanas que rebajar su precio, ya que eso minaría las ventas de las no rebajadas. Por no quedarse cortos en sus contratos con los supermercados, los grandes productores comerciales plantan por norma general alrededor de un 10 % más de lo necesario.
Los agricultores también dejan sin recolectar parcelas enteras de frutas o verduras por miedo a saturar el mercado y hundir los precios. A veces el coste de la mano de obra para recoger una cosecha supera su valor de mercado, por lo que a menudo se ara sobre el cultivo. Sí, los avances tecnológicos aportan más alimentos que nunca a los mercados, pero la abundancia resultante –que mantiene los precios bajos– no hace sino fomentar aún más el desperdicio.
Como me dijo un granjero de Virginia ante las más de 25 hectáreas de brécol que no iba a cosechar: «Aunque pudiese poner toda esta comida en los puntos de venta, ¿cree que hay bocas suficientes para comérsela antes de que empiece a pudrirse?».
Si hay algo positivo en las escandalosas cifras del desperdicio de alimentos a escala mundial es que ofrecen infinitas oportunidades de mejorar. Por poner un ejemplo, en los países en vías de desarrollo hay organizaciones de cooperación que proporcionan a los pequeños agricultores recipientes de almacenaje y sacos multicapa para el grano, herramientas de desecado y conservación de frutas y verduras, así como equipos sencillos para refrigerar y envasar los productos. Todo ello se traduce en una reducción de pérdidas que en el caso de los tomates afganos, por ejemplo, oscila entre el 50 y el 5 %.
Los agricultores también están aprendiendo a conservar o envasar las cosechas para poder almacenarlas más tiempo. «Los granjeros del África oriental con quienes trabajamos nunca habían tenido excedentes: en un trimestre consumían todo lo que producían –explica Stephanie Hanson, vicepresidenta sénior de políticas y colaboraciones de la ONG One Acre Fund–. Ahora que pueden cultivar más comida, necesitan aprender nuevas técnicas de almacenaje.» Cuando la FAO entregó 18.000 pequeños silos metálicos a los agricultores afganos, la pérdida de cereales y legumbres pasó del 15 o 20 % a menos del 2 %. Ensilar estos productos abre además las puertas a los agricultores a venderlos a precios que duplican o triplican los del momento de la cosecha, cuando el mercado está saturado.
En Estados Unidos, el interés de los medios, las autoridades y los grupos ecologistas por el fenómeno del despilfarro de comida ha llevado a un número creciente de restaurantes a implantar sistemas de medición de lo que desechan, el paso primero y fundamental hacia la reducción del desperdicio alimentario. En otros países, algunos restaurantes incluso han ensayado medidas como prohibir a los clientes dejar comida en el plato o cobrarles una penalización.
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