La fortuna nos ha quitado pero también nos ha dado. Permitámonos disfrutar al máximo a nuestros amigos, porque no sabemos cuánto tiempo tendremos este privilegio
Séneca
Perder a alguien querido es un golpe para la razón y para la vida emocional. Es difícil encontrarle sentido a que algo indeseado ocurra, por más que algunos piensen que todo pasa por algo y que de las pérdidas se sale fortalecido.
Más que fortaleza, la muerte trae consigo el recordatorio de que nada es para siempre y que aceptarla con ecuanimidad es la única alternativa. Ecuanimidad no es equivalente a evitar que las lágrimas inunden pequeños o grandes espacios de los días por venir. El dolor de la pérdida es directamente proporcional a la importancia del vínculo: mientras más profundo, cotidiano y esencial, mayor el dolor y más difícil recuperarse.
La emoción que mejor describe un duelo es la aflicción, que es un sentimiento de abatimiento y tristeza que no respeta reglas en cuanto a duración y profundidad. Aunque queramos adivinar cuánto puede dolerle a una madre la pérdida de un hijo, jamás estaremos ni siquiera cerca de saberlo. El dolor por la muerte pertenece a la intimidad y el proceso del duelo se expresa de modos diversos. Barthes en su “Diario de duelo” (Paidos, 2009) sostiene que algunos enfrentan la muerte con una “construcción enloquecida del porvenir” que puede reflejarse en un cambio de casa, en escribir un libro o en volverse a casar. El duelo tiene un carácter discontinuo, dice Barthes. Unos días parece que se está de regreso al mundo de los vivos y otros la tristeza y la inoportunidad de la muerte vuelven a arrasarlo todo.
Cuando alguien que amamos muere se pierde un pedazo de nosotros, porque el vínculo que nos unía a esa persona era unos de los faros y soportes con los que andábamos por la vida. Quizá preferimos olvidar que toda historia de amor o amistad es una historia de aflicción en potencia, porque la muerte es parte de vivir.
Julian Barnes escribió “Niveles de Vida” (Anagrama, 2014) y en él afirma que “lo que no te mata puede debilitarte para siempre”. La idea no es grata ni consuela pero quizá por su dureza puede describir el sentimiento de la pérdida; la certeza de que nunca nada volverá a ser igual, aunque sabemos que tarde o temprano, una alegría frágil y un placer moderado reaparecerán con la reincorporación a la vida cotidiana.
Los creyentes están convencidos de que todo pasa por algo, porque creen en un Dios con un plan y en que hay vida más allá de la muerte. Para los no creyentes, no todo lo que pasa tiene sentido pero sí una razón de causa-efecto. Para los no creyentes, la muerte es parte del caos del universo o parte de la fortuita concurrencia de los átomos. No puede responsabilizarse a nadie de la muerte de quienes amamos. La única explicación es que cada uno formamos parte de un todo gobernado por leyes naturales.
Amar el destino, decía Nietzche. Amori fati. ¿Cómo amar el destino cuando alguien que amamos muere? Tal vez aceptando que el universo no siempre se comporta como nos gustaría; aceptando que lo que nos pasa le pasa a todos; renovando el compromiso de disfrutar de nuestra familia y amigos mientras los tengamos; pensar que hemos tenido la fortuna de amar y ser amados. Contemplar la impermanencia de nuestras relaciones, aumenta el aprecio que sentimos por ellas mientras las tenemos.
Nadie nunca estará preparado para aceptar con tranquilidad la muerte. El dolor no tiene cura y el duelo es un proceso íntimo con manifestaciones irrepetibles. La muerte es un tiempo para llorar a quienes amamos y se han ido. Tal vez un día sentiremos menos dolor y podremos traer de la memoria todas las cosas buenas, todas las palabras y actos cariñosos que intercambiamos con quienes ya no están.
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