El universo está poblado de moléculas orquestadas por las leyes de la física y la química: permanecen o cambian, incluso alteran el medio que las rodea. La única que manipula su entorno de forma organizada, siguiendo un plan escrito en un código, es el ADN o ácido desoxirribonucleico. No se trata de un ácido caótico que causa efectos descontrolados sobre otros compuestos. Genera orden, utiliza la energía para que la materia baile a su son, y por eso es fascinante.
El ADN en el cuerpo humano lleva a cabo su gestión desde un búnker. Vive en el núcleo, un espacio aislado que existe en cada una de nuestras células y de las del resto de organismos eucariotas (como los hongos, las plantas y los animales). En otros organismos más elementales, como las bacterias, no tiene un apartamento privado y simplemente flota dentro de esa unidad de vida que es la célula, pero también ejerce de jefe.
Nuestro ADN nunca sale del núcleo y envía sus órdenes a través de una copia (el ARN), la otra molécula con grandes habilidades gestoras que, por simplificar, dejaremos de lado. El ácido desoxirribonucleico muestra, desde luego, comportamiento de alto mandatario, como el director general de una empresa que habita en la zona más inaccesible del edificio y solo se comunica dando órdenes a sus secretarios.
El ADN se encuentra empaquetado en la cromatina, y organizado en cromosomas, en el núcleo de las células - Instituto Nacional de Investiga ción del Genoma Humano de Estados Unidos
Los humanos estamos constituidos por unos 40 billones de células, y en todas tenemos copias idénticas de la misma molécula de ADN. Los seres pluricelulares llevamos exactamente el mismo mensaje en cada célula. El de cada individuo es un texto único pero parecido al de los demás, una secuencia en la que se explica cómo se nos tiene que componer, dónde hay que colocar una oreja, dónde un riñón, cuándo deben empezar a fluir las hormonas, etcétera. Por eso, aunque haya sutiles diferencias entre sujetos, el texto es parecidísimo, todos tenemos las mismas piezas. De hecho, el texto de nuestro ADN es también muy similar al de todos los otros seres vivos en muchos aspectos, porque también explica, por ejemplo, cómo procesar la glucosa, algo que hacemos cada día los humanos, pero también las plantas, los hongos, las bacterias...
Los humanos estamos constituidos por unos 40 billones de células, y en todas tenemos copias idénticas de la misma molécula de ADN. Los seres pluricelulares llevamos exactamente el mismo mensaje en cada célula. El de cada individuo es un texto único pero parecido al de los demás, una secuencia en la que se explica cómo se nos tiene que componer, dónde hay que colocar una oreja, dónde un riñón, cuándo deben empezar a fluir las hormonas, etcétera. Por eso, aunque haya sutiles diferencias entre sujetos, el texto es parecidísimo, todos tenemos las mismas piezas. De hecho, el texto de nuestro ADN es también muy similar al de todos los otros seres vivos en muchos aspectos, porque también explica, por ejemplo, cómo procesar la glucosa, algo que hacemos cada día los humanos, pero también las plantas, los hongos, las bacterias...
Las ventajas de la reproducción sexual
Nuestro texto personal está conformado por la unión de una parte de información de nuestra madre y otra de nuestro padre, que llevan en su óvulo y su espermatozoide respectivamente. Los hijos de la reproducción sexual somos así de complejos y necesitamos fusionar dos mitades del mensaje para existir, como los mapas del tesoro que requieren encontrar dos piezas para poder ser leídos.
Los seres vivos que se reproducen asexualmente lo tienen más fácil. Para su reproducción, su molécula de ADN simplemente se copia entera en una nueva célula. De este modo se generan réplicas exactas, aunque a veces imperfectas, como las Giocondas de los copistas que se sientan a las puertas del Louvre. Esas imitaciones no son inmaculadas, pero se distingue a la Mona Lisa. Los descendientes de la reproducción sexual somos más bien una mezcla de la Gioconda con el Inocencio X de Velázquez. En cualquier caso, ya sea por el método sexual o el asexual, el ADN es un fabuloso especialista a la hora de copiarse a sí mismo, da igual si es de forma sencilla o compleja, clonando o mezclando.
Aunque en todas las células de un individuo se encuentra la secuencia completa, distintas células de nuestro organismo leen diferentes fragmentos del texto del ADN. Por esta razón, en unas partes del cuerpo tenemos un hígado y en otras un cerebro, y por eso las células que forman los órganos ejecutan diversas misiones. La secuencia de ADN porta información para tareas muy variadas, como son las que ejecutan el cerebro y el hígado, pero sobre todo debe resultar exitosa al transmitir una orden: “Reprodúceme”. Si no incorporase indefectiblemente ese autoritario mensaje, habría desaparecido hace millones de años y el resto de sus singularidades no las podríamos observar; sus moléculas se habrían disgregado en la naturaleza llevando a cabo otras funciones de forma aislada e independiente.
Por tanto, no es extraño que todo lo que se construye a partir de la molécula de ADN se oriente en última instancia a la reproducción, aunque no lo detectemos si no nos fijamos muy concienzudamente. Por ejemplo, cuando se encuentran agotadas, las células que revisten nuestro intestino se dividen para dar lugar a nuevas células intestinales antes de desaparecer. Es cierto que no es habitual llamar reproducción a un evento tan prosaico como ese, pero en el fondo es muy parecido a lo que hacen los seres vivos con reproducción asexual, como las bacterias.
Otras de nuestras células, los espermatozoides y los óvulos –más atractivas que las intestinales–, se encargan de la reproducción propiamente dicha, la que supone la transmisión de nuestra genética a un nuevo individuo. Pero tanto en el caso del intestino como en el de las células reproductivas, el resultado es el mismo. En ambas situaciones se produce la transmisión del manual de instrucciones a una célula hija antes de que la célula madre se agote, o antes de que el cuerpo caduque.
Otras muchas células se encargan de dar soporte y facilitar que el evento reproductivo sea un éxito; por ejemplo, las neuronas. Aunque conseguirlo exige que se cumplan otros requisitos previos, como mantenerse con vida. El cerebro es el órgano más orientado a la reproducción a través de la supervivencia. El sistema nervioso central es el gran coordinador, pero todo nuestro cuerpo es una orquesta afinada, al menos durante los suficientes años para que sobrevivamos y lleguemos a reproducirnos.
Después, toda la coordinación decaerá, nos oxidaremos y degradaremos, y al final moriremos. Pero si antes de eso hemos conseguido pasar el testigo, la vida continuará, y ese es el ingenioso proceso que dirige con mano de hierro el ADN en todos los seres vivos, bien sea de forma simple, mediante la reproducción asexual, o tan compleja como la nuestra.
Si tuviera que quedarme con dos palabras para explicar la vida, elegiría dos: reproducción y ADN. Definir qué está vivo es muy complicado, pero es fácil reparar en que un coche no lo está y una planta o un gato sí, e incluso el hongo de la mermelada. En cuanto a los virus, que no son seres celulares, para algunos científicos están vivos y para otros no, y distintas disciplinas recurren a diversas definiciones en este debate. Los virus están constituidos de material genético (ADN o ARN) y se reproducen, como los gatos, las orquídeas y el hongo de tu queso. La diferencia es que su material genético apenas está arropado por algunas proteínas, así que para reproducirse necesitan invadir las células ajenas y usar la maquinaria de alta precisión que contienen estas.
Nuestro texto personal está conformado por la unión de una parte de información de nuestra madre y otra de nuestro padre, que llevan en su óvulo y su espermatozoide respectivamente. Los hijos de la reproducción sexual somos así de complejos y necesitamos fusionar dos mitades del mensaje para existir, como los mapas del tesoro que requieren encontrar dos piezas para poder ser leídos.
Los seres vivos que se reproducen asexualmente lo tienen más fácil. Para su reproducción, su molécula de ADN simplemente se copia entera en una nueva célula. De este modo se generan réplicas exactas, aunque a veces imperfectas, como las Giocondas de los copistas que se sientan a las puertas del Louvre. Esas imitaciones no son inmaculadas, pero se distingue a la Mona Lisa. Los descendientes de la reproducción sexual somos más bien una mezcla de la Gioconda con el Inocencio X de Velázquez. En cualquier caso, ya sea por el método sexual o el asexual, el ADN es un fabuloso especialista a la hora de copiarse a sí mismo, da igual si es de forma sencilla o compleja, clonando o mezclando.
Aunque en todas las células de un individuo se encuentra la secuencia completa, distintas células de nuestro organismo leen diferentes fragmentos del texto del ADN. Por esta razón, en unas partes del cuerpo tenemos un hígado y en otras un cerebro, y por eso las células que forman los órganos ejecutan diversas misiones. La secuencia de ADN porta información para tareas muy variadas, como son las que ejecutan el cerebro y el hígado, pero sobre todo debe resultar exitosa al transmitir una orden: “Reprodúceme”. Si no incorporase indefectiblemente ese autoritario mensaje, habría desaparecido hace millones de años y el resto de sus singularidades no las podríamos observar; sus moléculas se habrían disgregado en la naturaleza llevando a cabo otras funciones de forma aislada e independiente.
Por tanto, no es extraño que todo lo que se construye a partir de la molécula de ADN se oriente en última instancia a la reproducción, aunque no lo detectemos si no nos fijamos muy concienzudamente. Por ejemplo, cuando se encuentran agotadas, las células que revisten nuestro intestino se dividen para dar lugar a nuevas células intestinales antes de desaparecer. Es cierto que no es habitual llamar reproducción a un evento tan prosaico como ese, pero en el fondo es muy parecido a lo que hacen los seres vivos con reproducción asexual, como las bacterias.
Otras de nuestras células, los espermatozoides y los óvulos –más atractivas que las intestinales–, se encargan de la reproducción propiamente dicha, la que supone la transmisión de nuestra genética a un nuevo individuo. Pero tanto en el caso del intestino como en el de las células reproductivas, el resultado es el mismo. En ambas situaciones se produce la transmisión del manual de instrucciones a una célula hija antes de que la célula madre se agote, o antes de que el cuerpo caduque.
Otras muchas células se encargan de dar soporte y facilitar que el evento reproductivo sea un éxito; por ejemplo, las neuronas. Aunque conseguirlo exige que se cumplan otros requisitos previos, como mantenerse con vida. El cerebro es el órgano más orientado a la reproducción a través de la supervivencia. El sistema nervioso central es el gran coordinador, pero todo nuestro cuerpo es una orquesta afinada, al menos durante los suficientes años para que sobrevivamos y lleguemos a reproducirnos.
Después, toda la coordinación decaerá, nos oxidaremos y degradaremos, y al final moriremos. Pero si antes de eso hemos conseguido pasar el testigo, la vida continuará, y ese es el ingenioso proceso que dirige con mano de hierro el ADN en todos los seres vivos, bien sea de forma simple, mediante la reproducción asexual, o tan compleja como la nuestra.
Si tuviera que quedarme con dos palabras para explicar la vida, elegiría dos: reproducción y ADN. Definir qué está vivo es muy complicado, pero es fácil reparar en que un coche no lo está y una planta o un gato sí, e incluso el hongo de la mermelada. En cuanto a los virus, que no son seres celulares, para algunos científicos están vivos y para otros no, y distintas disciplinas recurren a diversas definiciones en este debate. Los virus están constituidos de material genético (ADN o ARN) y se reproducen, como los gatos, las orquídeas y el hongo de tu queso. La diferencia es que su material genético apenas está arropado por algunas proteínas, así que para reproducirse necesitan invadir las células ajenas y usar la maquinaria de alta precisión que contienen estas.
La cadena de ADN
El ADN es una larguísima cadena de moléculas que se encadenan como las cuentas en un collar muy singular, que seduce a su entorno, a otras muchas moléculas, para que lean el código escrito en esa secuencia de cuentas. Esta irresistible seducción que ejerce el ADN sobre la materia que lo rodea es un fenómeno increíble, no existe nada parecido en el mundo macroscópico en el que vivimos. Es como si el collar de cuentas que luce una elegante dama en una concurrida fiesta supiese aprovecharse de los asistentes, de otras joyas y de los canapés y bebidas. O como si la tarjeta SIM de un teléfono móvil lo supiese manipular para que fabricase otros teléfonos en los que introducir copias de sí misma.
Esto es así porque en algún momento de la historia temprana de la Tierra, hace unos 4000 millones de años, la materia se juntó para formar una molécula que cambiaría para siempre todo lo que nos importa. Esa molécula era la antepasada de lo que hoy llamamos ADN (quizá era más parecida al ARN). Sea como fuere estructuralmente, lo interesante es que esa molécula empezó una cadena de eventos que no se ha detenido y que llega hasta cada uno de nosotros: usar lo que tiene a su alrededor y gastar energía para perpetuarse.
En la naturaleza, la tendencia al caos implica que todo lo organizado se estropea, así que si surge una esfera de paredes grasientas semejante a una célula, sabemos que acabará desapareciendo como una pompa de jabón. De la misma manera que sabemos que, antes o después, el edificio que ves por tu ventana será una ruina. Todo se degrada con el paso del tiempo, es inevitable, aunque para retrasarlo siempre podemos gastar un poco de energía: en reparar las fachadas o los cimientos, por ejemplo.
El ADN es una larguísima cadena de moléculas que se encadenan como las cuentas en un collar muy singular, que seduce a su entorno, a otras muchas moléculas, para que lean el código escrito en esa secuencia de cuentas. Esta irresistible seducción que ejerce el ADN sobre la materia que lo rodea es un fenómeno increíble, no existe nada parecido en el mundo macroscópico en el que vivimos. Es como si el collar de cuentas que luce una elegante dama en una concurrida fiesta supiese aprovecharse de los asistentes, de otras joyas y de los canapés y bebidas. O como si la tarjeta SIM de un teléfono móvil lo supiese manipular para que fabricase otros teléfonos en los que introducir copias de sí misma.
Esto es así porque en algún momento de la historia temprana de la Tierra, hace unos 4000 millones de años, la materia se juntó para formar una molécula que cambiaría para siempre todo lo que nos importa. Esa molécula era la antepasada de lo que hoy llamamos ADN (quizá era más parecida al ARN). Sea como fuere estructuralmente, lo interesante es que esa molécula empezó una cadena de eventos que no se ha detenido y que llega hasta cada uno de nosotros: usar lo que tiene a su alrededor y gastar energía para perpetuarse.
En la naturaleza, la tendencia al caos implica que todo lo organizado se estropea, así que si surge una esfera de paredes grasientas semejante a una célula, sabemos que acabará desapareciendo como una pompa de jabón. De la misma manera que sabemos que, antes o después, el edificio que ves por tu ventana será una ruina. Todo se degrada con el paso del tiempo, es inevitable, aunque para retrasarlo siempre podemos gastar un poco de energía: en reparar las fachadas o los cimientos, por ejemplo.
La lucha del orden contra el caos
En un caso único de lucha contra el desorden, ese antepasado de nuestro ADN se rodeó de una membrana externa en forma de muro, formando una protocélula, que no se colapsó ni desapareció. Perduró porque el proto-ADN encontró una fórmula exitosa fascinante: copiarse antes de que se degradase su propia estructura y la pompa que lo albergaba, usando para ello las moléculas que tenía a mano y produciendo una nueva protocélula. De esta manera, el proto-ADN esquivó la desaparición e inventó la reproducción en su forma más básica: de una protocélula oxidada y caduca a una nueva fabricada con nuevos materiales e idéntica estructura. Como si el edificio de bloques de al lado de tu casa supiese replicarse cuando empieza a agrietarse.
Lo que une a todos los seres vivos –desde la bacteria más primitiva hasta los miembros de la banda de rock Siniestro Total– es que somos descendientes lejanos de ese proto-ADN; la que llevamos en cada una de nuestras células es una más de esas copias que aprendió a producir antes de degradarse. Así que el ADN ha sido capaz de montar un código enlazando fosfatos, pentosas y bases nitrogenadas, es decir, juntando carbonos, hidrógenos, oxígenos, nitrógenos y fósforo para dejar copias de sí mismo, sacar una copia de su texto antes de que desaparezca el organismo o la célula que lo alberga.
Evidentemente esto no sucedió de forma planificada, tuvo que surgir por azar esa molécula que pudiese recoger semejante manual de instrucciones, y, posiblemente, antes y después ocurrirían muchos otros intentos fallidos. Aunque quizá en todo el universo nunca más haya tenido éxito otro fenómeno similar. Que exista la vida es sorprendente; sin embargo, lo que no extraña es que haya sido un proceso con un resultado tan feliz. Una vez arrancada la dinámica que impone el ADN, es difícil detenerla. Es como poner una central nuclear a toda máquina, lo complicado después es pararla.
En un caso único de lucha contra el desorden, ese antepasado de nuestro ADN se rodeó de una membrana externa en forma de muro, formando una protocélula, que no se colapsó ni desapareció. Perduró porque el proto-ADN encontró una fórmula exitosa fascinante: copiarse antes de que se degradase su propia estructura y la pompa que lo albergaba, usando para ello las moléculas que tenía a mano y produciendo una nueva protocélula. De esta manera, el proto-ADN esquivó la desaparición e inventó la reproducción en su forma más básica: de una protocélula oxidada y caduca a una nueva fabricada con nuevos materiales e idéntica estructura. Como si el edificio de bloques de al lado de tu casa supiese replicarse cuando empieza a agrietarse.
Lo que une a todos los seres vivos –desde la bacteria más primitiva hasta los miembros de la banda de rock Siniestro Total– es que somos descendientes lejanos de ese proto-ADN; la que llevamos en cada una de nuestras células es una más de esas copias que aprendió a producir antes de degradarse. Así que el ADN ha sido capaz de montar un código enlazando fosfatos, pentosas y bases nitrogenadas, es decir, juntando carbonos, hidrógenos, oxígenos, nitrógenos y fósforo para dejar copias de sí mismo, sacar una copia de su texto antes de que desaparezca el organismo o la célula que lo alberga.
Evidentemente esto no sucedió de forma planificada, tuvo que surgir por azar esa molécula que pudiese recoger semejante manual de instrucciones, y, posiblemente, antes y después ocurrirían muchos otros intentos fallidos. Aunque quizá en todo el universo nunca más haya tenido éxito otro fenómeno similar. Que exista la vida es sorprendente; sin embargo, lo que no extraña es que haya sido un proceso con un resultado tan feliz. Una vez arrancada la dinámica que impone el ADN, es difícil detenerla. Es como poner una central nuclear a toda máquina, lo complicado después es pararla.
En 1953, James Watson (izquierda) y Francis Crick descubrieron la estructura de la molécula de ADN, gracias a investigaciones previas de Rosalind Franklin - AGE
El milagro de la mutación
El ácido desoxirribonucleico nos reserva otra sorpresa, además de la que ya supone su inconsciente intención de autoperpetuarse: no se ha conformado con ser una molécula que se replica a sí misma dentro de una célula, sino que se ha diversificado en distintas especies, algunas de ellas realmente sorprendentes y complejas, como nosotros mismos, o las orquídeas, o los sapos… Entes coordinados constituidos por millones de células que llevan la misma copia de ADN con habilidad para reproducirse en cada una de ellas.
En su origen, el antepasado del ADN era modesto, vivía en una protocélula y no se organizaba en grupos. Todo eso vino después, cuando en su secuencia empezó a haber más texto, más ideas de relleno. Al inicio, la secuencia solamente decía: “Cópiate antes de colapsar”, y después fue añadiendo texto: “Dirígete hacia las fuentes de carbono y cópiate antes de colapsarte”. Pasaron unos cuantos miles de millones de años y empezó a decir: “Fabrica otras esferas y únete a ellas, dirígete hacia las fuentes de carbono y cópiate antes de colapsar”. La secuencia iba añadiendo discurso a su mensaje, igual que los anuncios de la televisión se han sofisticado con el paso de los años para seguir diciendo finalmente lo mismo: “Cómprame”.
El discurso del ADN se ha complicado tanto en algunas especies, que en ellas reproducirse no es tan simple como copiar una célula. Para conseguir su objetivo, muchas moléculas de ADN necesitan que un cuerpo entero se coordine con otro antes de cumplir con esa frase de “y cópiate antes de colapsar” que lleva el ADN de cualquier ser vivo (al menos de los que prevalecen). Desde luego, si el ADN fuese consciente nunca habría inventado la reproducción sexual, salvo que se hubiera querido complicar las cosas, pero es que no nos encontramos ante un proceso lógico, sino desbocado.
Es como si para fotocopiar un folio necesitásemos duplicar también la fotocopiadora. ¿Pero qué más da que sea muy complicado si funciona? Por las autopistas no solo circulan los coches más rápidos y modernos, también hay vehículos antiguos y motos, en muchos casos guiados por conductores que no tienen prisa en alcanzar su destino, aunque al final todos quieran llegar a uno. El planeta está repleto de seres que albergan moléculas de ADN diferentes en mayor o menor grado. Todas, ya se encuentren en un protozoo, un peral o un escarabajo, empaquetan la información para conseguir la reproducción, sea de una u otra manera.
El ácido desoxirribonucleico nos reserva otra sorpresa, además de la que ya supone su inconsciente intención de autoperpetuarse: no se ha conformado con ser una molécula que se replica a sí misma dentro de una célula, sino que se ha diversificado en distintas especies, algunas de ellas realmente sorprendentes y complejas, como nosotros mismos, o las orquídeas, o los sapos… Entes coordinados constituidos por millones de células que llevan la misma copia de ADN con habilidad para reproducirse en cada una de ellas.
En su origen, el antepasado del ADN era modesto, vivía en una protocélula y no se organizaba en grupos. Todo eso vino después, cuando en su secuencia empezó a haber más texto, más ideas de relleno. Al inicio, la secuencia solamente decía: “Cópiate antes de colapsar”, y después fue añadiendo texto: “Dirígete hacia las fuentes de carbono y cópiate antes de colapsarte”. Pasaron unos cuantos miles de millones de años y empezó a decir: “Fabrica otras esferas y únete a ellas, dirígete hacia las fuentes de carbono y cópiate antes de colapsar”. La secuencia iba añadiendo discurso a su mensaje, igual que los anuncios de la televisión se han sofisticado con el paso de los años para seguir diciendo finalmente lo mismo: “Cómprame”.
El discurso del ADN se ha complicado tanto en algunas especies, que en ellas reproducirse no es tan simple como copiar una célula. Para conseguir su objetivo, muchas moléculas de ADN necesitan que un cuerpo entero se coordine con otro antes de cumplir con esa frase de “y cópiate antes de colapsar” que lleva el ADN de cualquier ser vivo (al menos de los que prevalecen). Desde luego, si el ADN fuese consciente nunca habría inventado la reproducción sexual, salvo que se hubiera querido complicar las cosas, pero es que no nos encontramos ante un proceso lógico, sino desbocado.
Es como si para fotocopiar un folio necesitásemos duplicar también la fotocopiadora. ¿Pero qué más da que sea muy complicado si funciona? Por las autopistas no solo circulan los coches más rápidos y modernos, también hay vehículos antiguos y motos, en muchos casos guiados por conductores que no tienen prisa en alcanzar su destino, aunque al final todos quieran llegar a uno. El planeta está repleto de seres que albergan moléculas de ADN diferentes en mayor o menor grado. Todas, ya se encuentren en un protozoo, un peral o un escarabajo, empaquetan la información para conseguir la reproducción, sea de una u otra manera.
La mutación nos puede ayudar a entender por qué el ácido desoxirribonucleico ha encontrado tantas formas de hacer que se cumpla su mensaje de perpetuación, algunas tan extrañas como la pluricelularidad o la reproducción sexual. Solamente por existir, la molécula de ADN está expuesta a sufrir cambios que llamamos mutaciones. Además, en su imparable hábito de autorreplicarse comete errores, despistes de la maquinaria copista. Por tanto, es muy cambiante. La mutación explica el origen de los lunares de nuestra piel donde antes había células normales, el de los tumores en nuestros órganos y tejidos, y las alteraciones de las que surgen nuevos rasgos, individuos y especies. Las mutaciones pueden tener efectos muy distintos según qué parte del texto del ADN se vea afectada. Si no impiden que la molécula de ADN portadora se reproduzca, esos cambios podrán pasar de generación en generación e introducir novedades en el árbol de la vida.
La mutación, por lo tanto, explica el origen de formas más complicadas de subsistir para el ADN que la simple protocélula original que se dividía. Por eso, los organismos que han evolucionado menos desde el origen de la vida –es el caso de algunas bacterias– subsisten gracias a ese tipo de reproducción asexual, partiéndose en dos. Las mutaciones en el ADN generan novedades en los individuos portadores, y ocurren porque esta molécula se oxida, se estropea y acaba cometiendo errores al copiarse. Una vez originadas, estas transformaciones permanecerán o desaparecerán, dependiendo de cómo les vaya a sus hospedadores, sean una simple célula o un organismo tan complicado como el nuestro o el de otros animales.
La mutación, por lo tanto, explica el origen de formas más complicadas de subsistir para el ADN que la simple protocélula original que se dividía. Por eso, los organismos que han evolucionado menos desde el origen de la vida –es el caso de algunas bacterias– subsisten gracias a ese tipo de reproducción asexual, partiéndose en dos. Las mutaciones en el ADN generan novedades en los individuos portadores, y ocurren porque esta molécula se oxida, se estropea y acaba cometiendo errores al copiarse. Una vez originadas, estas transformaciones permanecerán o desaparecerán, dependiendo de cómo les vaya a sus hospedadores, sean una simple célula o un organismo tan complicado como el nuestro o el de otros animales.
La selección de mutantes en acción
Por ejemplo, imaginemos una nueva mantis religiosa macho mutante que surgiese con dos cambios potentes en su ADN. Uno de ellos desencadena una cascada de eventos genéticos que se traducen en una pérdida de la habilidad de reconocer a las hembras; sería un macho sin interés por copular. Pero su segunda mutación lo dota de una extraordinaria capacidad en su sistema nervioso que implica unos increíbles reflejos para cazar saltamontes. Esta mantis se alimentaría muy bien y podría llevar una larga vida de alrededor de un año, pero las nuevas características de su ADN desaparecerían al morir junto con toda la molécula, porque si no se reproduce, no dejará copias.
Imaginemos ahora otra mantis religiosa macho con una mutación distinta, que la hiciera salir tempranamente del huevo y ya capaz de detectar hembras. Con solo un día de vida este ejemplar encuentra pareja, copula y es devorado a continuación por la hembra, como suele pasar en esta especie de insecto. Esta mantis mutante no sería una superviviente nata, desde luego, pero sí muy eficaz al pasar sus genes a la siguiente generación: lo haría recién nacida, de modo que podrían surgir más individuos semejantes con la misma capacidad.
Las mutaciones ocurren al azar, y sus efectos pueden ser deletéreos (cuando disminuyen la capacidad del individuo para sobrevivir y reproducirse), beneficiosos o neutros. En nuestro ejemplo no sabemos cuál sería el futuro de la especie, quizá convivirían las mantis preexistentes con estas mutantes tan sexuales, pero desde luego desaparecerían las mutantes que no copulan. Vista de una manera sintética, la selección natural es el término que empleamos para describir el éxito o el fracaso de una de estas novedades tras surgir. Aunque los mecanismos del cambio evolutivo en la naturaleza son menos simples que estos casos inventados.
De cualquier forma, esta historia de las mantis nos permite observar algo no siempre contemplado: reproducirse es lo que importa en la persistencia de la vida, la supervivencia es solo un trámite para la reproducción. La estirpe de la mantis que vivía un año se extingue porque no transmite su ADN. La mantis que duraba poco se lo pasa muy fácilmente a la siguiente generación, y aunque casi no disfrute de la vida, seguirán existiendo copias de su genoma.
Por ejemplo, imaginemos una nueva mantis religiosa macho mutante que surgiese con dos cambios potentes en su ADN. Uno de ellos desencadena una cascada de eventos genéticos que se traducen en una pérdida de la habilidad de reconocer a las hembras; sería un macho sin interés por copular. Pero su segunda mutación lo dota de una extraordinaria capacidad en su sistema nervioso que implica unos increíbles reflejos para cazar saltamontes. Esta mantis se alimentaría muy bien y podría llevar una larga vida de alrededor de un año, pero las nuevas características de su ADN desaparecerían al morir junto con toda la molécula, porque si no se reproduce, no dejará copias.
Imaginemos ahora otra mantis religiosa macho con una mutación distinta, que la hiciera salir tempranamente del huevo y ya capaz de detectar hembras. Con solo un día de vida este ejemplar encuentra pareja, copula y es devorado a continuación por la hembra, como suele pasar en esta especie de insecto. Esta mantis mutante no sería una superviviente nata, desde luego, pero sí muy eficaz al pasar sus genes a la siguiente generación: lo haría recién nacida, de modo que podrían surgir más individuos semejantes con la misma capacidad.
Las mutaciones ocurren al azar, y sus efectos pueden ser deletéreos (cuando disminuyen la capacidad del individuo para sobrevivir y reproducirse), beneficiosos o neutros. En nuestro ejemplo no sabemos cuál sería el futuro de la especie, quizá convivirían las mantis preexistentes con estas mutantes tan sexuales, pero desde luego desaparecerían las mutantes que no copulan. Vista de una manera sintética, la selección natural es el término que empleamos para describir el éxito o el fracaso de una de estas novedades tras surgir. Aunque los mecanismos del cambio evolutivo en la naturaleza son menos simples que estos casos inventados.
De cualquier forma, esta historia de las mantis nos permite observar algo no siempre contemplado: reproducirse es lo que importa en la persistencia de la vida, la supervivencia es solo un trámite para la reproducción. La estirpe de la mantis que vivía un año se extingue porque no transmite su ADN. La mantis que duraba poco se lo pasa muy fácilmente a la siguiente generación, y aunque casi no disfrute de la vida, seguirán existiendo copias de su genoma.
Una molécula hecha para perpetuarse
En resumen, lo que nunca falta entre la abundante información del ADN son instrucciones para que pueda reproducirse él mismo, y este mensaje es el que ha seguido una línea constante desde la charca originaria y la primera protocélula, en un fenómeno singular que lleva miles de millones de años a sus espaldas.
Que una molécula atraiga y controle a otras para que saquen copias de ella antes de que se desmorone es un hecho más que añadir al catálogo de los procesos químicos, pero también es vida, algo único que aún no hemos encontrado en ningún otro lugar del universo. Los seres vivos hemos sido óptimos aliados para ello, envases de lujo para el hábito más raro de la naturaleza, la reproducción.
Si nos queremos sentir todavía más insignificantes, podemos recordar que los virus –y otros entes elementales como los viroides–, que son la menor expresión de esa manía reproductiva del ADN, ni siquiera tienen célula propia. Solo poseen el mínimo material genético necesario para reproducirse invadiendo organismos: son el mensaje básico del ADN, todo lo que necesita este para perpetuarse, una frase. Y el resto es decorado.
En resumen, lo que nunca falta entre la abundante información del ADN son instrucciones para que pueda reproducirse él mismo, y este mensaje es el que ha seguido una línea constante desde la charca originaria y la primera protocélula, en un fenómeno singular que lleva miles de millones de años a sus espaldas.
Que una molécula atraiga y controle a otras para que saquen copias de ella antes de que se desmorone es un hecho más que añadir al catálogo de los procesos químicos, pero también es vida, algo único que aún no hemos encontrado en ningún otro lugar del universo. Los seres vivos hemos sido óptimos aliados para ello, envases de lujo para el hábito más raro de la naturaleza, la reproducción.
Si nos queremos sentir todavía más insignificantes, podemos recordar que los virus –y otros entes elementales como los viroides–, que son la menor expresión de esa manía reproductiva del ADN, ni siquiera tienen célula propia. Solo poseen el mínimo material genético necesario para reproducirse invadiendo organismos: son el mensaje básico del ADN, todo lo que necesita este para perpetuarse, una frase. Y el resto es decorado.
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