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martes, 5 de enero de 2016
Optogenética
Enviado por Edgar Lucero Martínez
Imagine que ha sido usted víctima de un atraco o violación y que el recuerdo de esa situación se repite en su mente causándole estrés postraumático, una alteración que compromete su bienestar cotidiano. Suponga entonces que un médico o especialista tiene un dispositivo con el que marca selectivamente las neuronas que se activan en su cerebro para producirle ese estrés y que el mismo dispositivo va a poder utilizarse más tarde para impedir que esas mismas neuronas se reactiven como antes y le vuelvan a hacer sentirse mal.
Dele ahora vuelta a la situación e imagine que su estado es de satisfacción y alegría, pues le ha tocado la lotería o su equipo de futbol ha ganado un importante campeonato. Una vez marcadas las neuronas correspondientes, el mismo dispositivo anterior podría reactivarlas a voluntad, haciendo posible que se sienta feliz en cualquier momento. Vayamos más lejos y conciba que tal dispositivo marca las neuronas específicas que genera cualquier percepción o estado mental de una persona, como el que permite ver un paisaje, sentir hambre o dolor, oler una rosa o tener una determinada idea o pensamiento. Activando o desactivando dichas neuronas a voluntad se podría controlar la mente de esa persona. ¿Hasta qué punto? Si el dispositivo fuese perfecto, casi hasta donde quisiéramos. Lo podríamos utilizar para cambiar estados de ánimo, para eliminar fobias, para modificar sensaciones, gustos o preferencias y, yendo lejos, para cambiar o implantar en un cerebro ideas y pensamientos.
¿Ciencia ficción? Sin duda, hasta la fecha. Pero la neurociencia viene pegando tan fuerte que quizá no tardemos en temer que esa ficción se haga realidad y necesitemos activar nuestro sistema de control ético para evitar que, como en otras ocasiones, los hallazgos científicos sigan un camino diferente al del bien. En lo que aquí nos ocupa, todo empezó cuando a principios del presente siglo se descubrió que algunas algas unicelulares eran portadoras de unas proteínas que cambiaban de conformación cuando se las iluminaba. Parecidas a las que tenemos en las retinas de nuestros ojos, esas proteínas se abrían al recibir la luz dejando pasar cargas eléctricas a su través.
Lo interesante de ello es que precisamente es así como se activan las neuronas, es decir, dejando que entren y salgan cargas eléctricas en ellas a través de proteínas especiales distribuidas por toda su superficie membranosa, por toda su piel, podríamos decir. Lo que ocurre es que esas proteínas de las neuronas no se activan con luz, sino por sustancias químicas (neurotransmisores) que les llegan desde otras neuronas en los contactos entre ellas (las sinapsis).
Pero si consiguiéramos que las neuronas fabricaran e instalasen en sus membranas esas proteínas sensibles a la luz podríamos activarlas a voluntad con solo hacer llegar la iluminación necesaria a la zona del cerebro donde se encontrasen. ¿Cómo conseguir esa fabricación? Los ingenieros de la genética lo han logrado extrayendo de dichas algas el ADN (los genes) que lleva la información para fabricar tales proteínas e inyectándolo en las neuronas de ratones mediante virus que les sirven como medio de transporte. El sistema funciona extraordinariamente bien, pues las neuronas inyectadas de ese modo fabrican por sí mismas las proteínas sensibles a la luz y las distribuyen por toda su superficie, prestas a abrirse y a activar con ello a sus portadoras cuando son convenientemente iluminadas.
Ahora viene lo más difícil, ¿cómo conseguir que el ADN, para fabricar las proteínas sensibles a la luz, se instale sólo en las neuronas responsables de un determinado estado mental y no en tantas otras miles vecinas o distantes? ¿Cómo conseguir, por ejemplo, que esas proteínas se fabriquen e instalen únicamente en las neuronas que hacen que en un momento o situación determinada el ratón sienta miedo? También en esto la ingeniería genética ha tenido éxito, pues se han creado ratones transgénicos en los que sólo las neuronas que se activan al implicarse en un estado mental son capaces de captar los virus inyectados en el cerebro del animal con la información para fabricar las proteínas sensibles a la luz. Es decir, se han creado ratones genéticamente modificados en los que sólo las neuronas que se activan, por ejemplo, cuando el ratón siente miedo, son las que fabrican e instalan dichas proteínas en sus membranas.
De ese modo, esas neuronas serán también las únicas que se activen evocando nuevamente el miedo cuando posteriormente los investigadores hagan llegar el adecuado rayo de luz a la zona del cerebro del ratón donde se encuentren. Un método, en definitiva, que permite reactivar a voluntad y con una precisión de milisegundos a las neuronas que originan el miedo o cualquier otro estado mental que consideremos. Además, se han hallado proteínas diferentes que permiten activar o desactivar las neuronas en que se inyectan en función del color de la luz con que se iluminen. Los investigadores disponen por tanto de una especie de interruptor de la actividad neuronal que pueden controlar con altísima precisión espacial y temporal.
La técnica de la que hablamos, conocida como optogenética, es bastante más compleja de lo aquí explicado, pues incluye métodos y procedimientos variados, pero se está desarrollando y perfeccionando vertiginosamente en laboratorios de diferentes países y sus excelentes resultados están sorprendiendo a los propios investigadores que la aplican. Gracias a ella en roedores ya ha sido posible controlar el movimiento, evocar o inhibir antiguas memorias, crear falsos recuerdos, asociar estados emocionales a situaciones originalmente neutras, provocar hambre o saciedad, inhibir o activar el dolor, reducir comportamientos depresivos e inhibir zonas del cerebro involucradas en la apetencia y el consumo de drogas, entre otros logros.
Un prometedor hallazgo permitió activar neuronas enfermas de la retina y mejorar la visión en ratones ciegos. Y esto no ha hecho más que empezar, pues cada día se vacían en las fuentes de datos nuevos e interesantes aportaciones conseguidas mediante optogenética. Por el momento sólo es posible aplicarla en ratones y en animales invertebrados, con algún intento también, poco satisfactorio, en monos. La optogenética, merecedora sin duda de laureles de Premio Nobel, a buen seguro acabará desarrollándose en humanos, donde se le supone un alto potencial terapéutico, pues podría usarse como procedimiento para restablecer o mejorar capacidades somáticas o mentales y para curar enfermedades, como la ceguera causada por degeneración de las células de la retina o el mencionado estrés postraumático. Pero, además de prometer, la optogenética asusta, porque supone una capacidad de penetración y control del cerebro y la mente humana hasta hace poco inimaginable.
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