En el año 1925, en el estado de Tennessee, al profesor John Scopes se le denunció, juzgó y condenó por enseñar a sus alumnos la teoría de la evolución por selección natural de Charles Darwin y Alfred Russell Wallace. Un suceso, por cierto, que ha servido de argumento para muchas películas.
Este incidente supuso un episodio de los muchos que, posteriormente, se han sucedido en Estados Unidos y en otros lugares, sobre la inclusión del creacionismo en las escuelas, como alternativa a la enseñanza de la teoría evolutiva, hoy mucho más avanzada de lo que Scopes podía imaginar cuando impartía sus clases.
Para saltarse algunas restricciones —entre otras, la laicidad de las escuelas estadounidenses—, los creacionistas trataron de camuflar sus creencias en la forma de hipótesis científica. Así nació el llamado ‘diseño inteligente’, y de manos del bioquímico Michael Behe, surgió el argumento principal de su defensa: la complejidad irreductible.
La complejidad irreductible del ojo
Según Behe, la complejidad irreductible se define como aquel sistema individual, compuesto de varias partes coordinadas que interaccionan para desempeñar una función básica, y que de eliminarse alguna de las partes, perdería su función. Atendiendo a esta idea, estas complejidades no pudieron evolucionar de forma natural, puesto que sería necesario que todas las piezas surgieran a la vez y ya coordinadas.
Entre otros, Michael Behe expuso como uno de los ejemplos más visuales, el ojo. La estructura completa del ojo incluye una córnea, un iris, una pupila, un cristalino, un humor vítreo, una compleja retina, un nervio óptico... y, además, todo un sistema nervioso adaptado al reconocimiento e interpretación de las imágenes percibidas. Si se elimina cualquiera de las partes, el ojo pierde su función, y por lo tanto, es irreductible. Conclusión: el ojo tuvo que ser diseñado de forma inteligente, bajo un propósito.
La evolución de los ojos
La realidad es muy distinta. El proceso evolutivo no funciona bajo propósitos, no es premeditado. No es que haya necesidad de cubrir una función y entonces surja el órgano —como erróneamente pensaba Jean-Baptiste Lamarck—, sino que los órganos surgen y entonces cumplen funciones. Si esas funciones son adecuadas para el organismo, la selección natural las favorecerá y esos órganos se heredarán.
La idea de que el ojo es irreductible, de que si pierde una sola de sus partes, pierde su función, es simplemente falsa. En realidad, si un ojo pierde alguna de sus partes, puede perder parte de su funcionalidad, pero seguirá teniendo ciertas capacidades. El ojo humano ni siquiera tiene todas las funciones que presentan los de otros animales, con estructuras muy, muy distintas. De hecho, el ojo no es un órgano que surgió una sola vez en la historia de la vida y luego se haya diversificado, sino que los distintos tipos de ojo que existen en la naturaleza han surgido y evolucionado varias veces de forma independiente.
El origen del ojo humano está en una mancha pigmentaria capaz de distinguir luz de oscuridad. Similar al que encontramos en las algas del género Euglena. Asociada al sistema de movimiento, permitía a sus portadores, que vivían en el agua, subir o bajar en función del momento del día. En un mundo en el que ningún animal tiene capacidad visual, el que la tenga, por muy simple que sea, se verá favorecido por el ambiente y la adaptación se conservará.
Gracias al proceso evolutivo, ese ojo primitivo se desplazó a la parte anterior del cuerpo, lo que le proporcionaba una noción de la dirección. Se puede reconocer un delante y un detrás, y con ello, también una noción de lateralidad. Con el paso de las generaciones, esa mancha pigmentaria se fue alojando en una concavidad que le permitía una orientación de la fuente de luz mucho más precisa, así como distinguir sombras — potenciales presas o depredadores—.
Más adelante el ojo se recubrió con una capa de células transparentes que lo protegían del medio externo, se formó una lente, el cristalino, que le permitía enfocar, las células pigmentadas adquirieron distintos colores, lo que permitía una visión en color... y en cada pequeño avance, el sistema nervioso también se adaptaba a las nuevas funciones visuales que iban surgiendo.
Cada uno de esos avances supone una ventaja significativa respecto al estado previo; ninguno sucedió con intencionalidad teleológica, ni con una finalidad específica; simplemente sucedían y la selección natural hacía su trabajo; aquellos que mejoraban su aptitud, se conservaban; los que la empeoraban, desaparecían.
Prueba de que la formación del ojo no tenía intencionalidad es que el ojo evolucionó en el agua, y nunca se preadaptó para la vida en medio aéreo. La luz que pasa del medio acuoso al ojo no sufre ninguna refracción, sin embargo, entre el medio aéreo y el ojo sí que existe una distorsión que nunca se ha llegado a corregir. Por otro lado, aún necesitamos mantener la superficie del ojo húmeda.
Si existiese una intencionalidad o un diseño, el ojo de los seres vivos que vivimos en tierra firme estaría preadaptado a la atmósfera, y no al medio acuático. En efecto, los ojos y sus características pueden emplearse didácticamente como ejemplo del proceso evolutivo.
Una complejidad que sí puede reducirse.
La verdadera falacia de la complejidad irreductible
Más allá del error conceptual sobre la evolución del ojo, y de la falsa creencia sobre la irreductibilidad, tras el argumento de la complejidad irreductible de Michael Behe hay un fallo mucho más básico, ya que toda la hipótesis se sostiene en una falacia tremendamente vulgar.
Incluso aunque ignorásemos cómo ha evolucionado el ojo —u otro órgano que Michael Behe considere irreductible—, e incluso aunque seamos incapaces de imaginar la forma en la que ese órgano pueda ser funcional sin alguna de sus partes, y se haya podido construir gradualmente; incluso en esa situación, asumir que se trata de una complejidad irreductible es caer en una falacia de argumento basado en la ignorancia.
Esta forma de argumento vacío sucede cuando asumes que algo es cierto —o falso— solo porque ignoras de qué forma puede ser falso —o cierto—. Decía Carl Sagan que la ausencia de pruebas no es una prueba de ausencia. Y eso es lo que sucede con la complejidad irreductible. Michael Behe asume que la ausencia de pruebas del proceso evolutivo de un órgano es, de algún modo, la prueba de que ese órgano no tuvo un proceso evolutivo, y que es, por tanto, irreductible. Un argumento falaz que solo sostiene una postura pseudocientífica.
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