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miércoles, 13 de diciembre de 2017

Incógnitas de nuestro ADN (I)

Por María Emilia Beyer

Apenas entre el 1 y el 2% de nuestro material genético está compuesto por segmentos de ADN que tienen genes con los códigos necesarios para fabricar las proteínas que nos constituyen y nos permiten funcionar. El resto, se pensaba, es inservible: basura. Pero varias investigaciones han encontrado que no necesariamente es así y que es posible que nos aguarden muchas sorpresas.

En 2001 se estimaba que el genoma humano constaba de unos 100 000 genes, pero a medida que mejoraron las técnicas para identificar las secciones del genoma humano que tienen genes que codifican proteínas esta cifra cayó en picada. Hoy se estima que el número de genes para la especie humana apenas rebasa los 20 000.

Fantasías genómicasUno de los hallazgos más sorprendentes de la lectura o desciframiento de nuestra receta bioquímica es la escasez de genes. Hacia el 2001 se estimaba que el genoma humano constaba de unos 100 000 genes. Esta cifra surgió del paradigma “un gen, una proteína”, que consideraba que si los genes son códigos bioquímicos con instrucciones precisas para fabricar proteínas, y si los seres humanos tenemos aproximadamente 100 000 proteínas diferentes, entonces habría una correspondencia directa entre el número total de ambos elementos. Por eso resultó muy sorprendente encontrar en un conteo inicial que los seres humanos teníamos unos 30 000 genes.
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Este número, sin embargo, estaba errado. La caída libre en el conteo continuó a medida que mejoraron las técnicas para identificar las secciones del genoma humano que tienen genes que codifican proteínas, y así, actualmente se estima que el número de genes para la especie humana apenas rebasa los 20 000. Este número es muy inferior al que se esperaba inicialmente, pero ¿por qué resultó tan asombroso? Si consideramos que los seres humanos somos los animales con mayor impacto en el planeta, capaces de reflexionar sobre nosotros mismos, construir arte y cultura o viajar al espacio, se podría soñar con una composición genómica inmensa y llena de complejidades, pero resulta que somos bastante parecidos al resto de los seres vivos. No parece que tengamos nada espectacular en nuestra receta bioquímica.

Se ha encontrado que el ADN de ciertos peces pulmonados es 40 veces más grande que el nuestro. Por su parte, la planta del maíz nos rebasa por varios miles de genes, y la mosca de la fruta tiene apenas 6 000 genes menos que nosotros. La diferencia en el conteo genómico entre el gusano Caenorhabditis elegans (de apenas 1 mm de largo) y nosotros es de unos cuantos cientos de genes.
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La incredulidad inicial ante estas cifras no provino exclusivamente de la soberbia evolutiva que nos acompaña como especie. También se conocía la longitud de nuestra cadena de ADN, compuesta por 3 000 millones de nucleótidos. Haciendo cuentas, esta longitud de material genético daba un filamento tan largo, que dentro de una sola célula podíamos guardar aproximadamente dos metros de este tesoro biológico. Y si sumamos esos dos metros de ADN por cada célula del cuerpo humano, alcanzamos una longitud de cadena apabullante, que permitiría a la hebra de ADN salir de la Tierra y llegar a la Luna varias veces. ¿Cómo comprender entonces que esa cadena no tuviera inscrita una enorme cantidad de genes? Y la siguiente pregunta, todavía más enigmática: si ahí no teníamos tantos genes… ¿qué estaba alargando tanto la cadena, y ocupando tanto espacio?

Hoy sabemos que los genomas de los seres vivos vienen en tamaños que no están relacionados con la complejidad de estos últimos. En otras palabras, lo que vemos a nivel del individuo no corresponde necesariamente con el material genético que existe en el ambiente celular.

Las investigaciones sobre el genoma humano mostraron que apenas entre el 1 y el 2% de nuestro material genético está compuesto por segmentos de ADN que tienen genes con los códigos necesarios para fabricar proteínas. Estos segmentos reciben el nombre de exones o ADN codificante. El resto, que suma un inquietante 98% del material genético, corresponde a los intrones, cuya definición más simplista es que son los segmentos de ADN que no codifican para generar alguna proteína. En realidad, los intrones son mucho más versátiles, y no han sido tan sencillos de clasificar.

Al suponer que el ADN “útil” era solamente aquel con instrucciones para fabricar proteínas, los investigadores se enfrentaban al restante 98%, que resultaba un enigma evolutivo. A principios de los años 70, el biólogo evolucionista Susumu Ohno popularizó el término “ADN basura” para referirse a estos enormes segmentos de adeninas, timinas, citosinas y guaninas que al parecer, no servían para nada.
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Inicialmente, Ohno inventó el término para designar a los pseudogenes, que son productos fallidos de la duplicación genética. Ya sea por mutaciones o por errores en el ensamblaje en la secuencia de nucleótidos, durante su duplicación el gen en cuestión queda incapacitado para codificar su proteína correspondiente, dando lugar así a una secuencia que se parece mucho al gen original, pero que no cumple ya con las funciones esperadas. El número de estos “accidentes” evolutivos no es menor: la lectura del genoma humano arrojó cerca de 20 000 de estos “esqueletos”, que siguen copiándose y aparecen en las cadenas de ADN de las generaciones siguientes. Para Ohno, esta dinámica de duplicar la “basura” carecía de sentido, y parecía una pérdida de energía evolutiva. Quienes opinaban como él, sugerían que estos segmentos no codificantes son un residuo evolutivo, un “estorbo bioquímico” que se ha quedado inmerso entre los sectores que sí son relevantes para la biología de la especie.

El mismo Francis Crick se expresó a favor de esta visión en 1980, cuando publicó en la revista Nature un artículo con el sugerente título “El ADN egoísta: el máximo parásito”. Por su parte, en el libro Genoma: la autobiografía de una especie en 23 capítulos, el divulgador de la ciencia Matt Ridley comparó el genoma humano con un libro que se escribe en 23 capítulos, que corresponden con los 23 pares de cromosomas que tenemos como especie. Ridley nos invita a imaginar que en cada capítulo se cuentan historias diferentes, es decir: en cada cromosoma se ubican genes determinados que manifiestan a nivel del organismo funciones distintas. Para Ridley, los segmentos no codificadores del ADN son como los anuncios en las revistas: puede que tengan alguna función, pero en conjunto interrumpen la lectura. Esto es, en cierto modo, lo que sucede dentro de las células eucariontes, como las nuestras.
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El tamaño de la cadena de material genético tiene muchos segmentos que interrumpen la lectura entre los genes. En cambio, las células procariontes tienen una lectura más fluida; aunque son organismos unicelulares en apariencia muy simples, la lectura de su ADN resulta mucho más eficiente, pues su material genético “flota” en forma de anillo en el ambiente celular, y en éste se encuentran todos los genes de manera prácticamente continua. Utilizando la analogía de Ridley, en esas células hay poco espacio pero también pocos anuncios, por lo que la información se optimiza.

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