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jueves, 8 de diciembre de 2016

La velocidad de la luz

La luz es algo que ha obsesionado a la humanidad desde el principio de los tiempos. Su naturaleza, su estructura y sus particularidades han sido objeto de debate por filósofos, artistas y científicos. También su velocidad nos ha tenido entretenidos durante siglos. Hasta hace 340 años, cuando Ole Romer consiguió medirla con un ingenioso procedimiento.

El primer intento de medir la velocidad de la luz

Es probable que Galileo fuera la primera persona que intentó medir la velocidad de la luz. Utilizó un sistema parecido al que había usado para medir la velocidad del sonido. En aquella ocasión, utilizaron un cañón. Se situaron en un monte cercano (a unos tres kilómetros y medio) y midieron el tiempo que transcurría entre que veían la explosión y que escuchaban el sonido del cañón. Como los resultados fueron muy precisos, decidió probar con la luz.

Situó a dos personas a un kilómetro de distancia. Ambas tenían una linterna y la dinámica del experimento consistía en que uno de ellos destapaba su linterna y enviaba una señal al segundo observador que, al verlo, hacía exactamente lo mismo: devolvía la señal luminosa al primer observador.

La idea era usar ese desfase para calcular cuánto tardaría la luz en ir de un sitio a otro. Galileo obtuvo una cifra, pero cuando repitió el experimento desde mucho más lejos se dio cuenta que el tiempo era el mismo. En el fondo, Galileo fue el primer psicofísico de la historia: en realidad estaba midiendo el tiempo de reacción de los participantes y, como el mismo se dio cuenta, no el de la luz (que debía de ser mucho más rápida).

A lo largo de las décadas, científicos y filósofos tomaban partido por una idea o por otra: algunos, como Galileo, pensaban que la luz debía de rapidísima, otros (como Descartes) pensaban que, de hecho, su velocidad era infinita. Gente como Hooke propuso que la luz era especie de movimiento vibratorio, mientras Newton se inclinó por la teoría corpuscular.

Hasta que llegó Ole Rømer
No fue hasta 1676, cuando Ole Rømer (o "Roemer", "Römer" o, incluso "Romer" dependiendo de cómo traduzcan la 'ø' escandinava) realizó la primera estimación cuantitativa de la velocidad de la luz. Y curiosamente, su descubrimiento tiene mucho que ver con Galileo. No con el método que puso en marcha el científico pisano, sino con otra cosa: el descubrimiento de Ío, Europa, Ganímedes y Calisto, cuatro de los satélites de Júpiter.

Romer, años después, dedicó muchas horas a observar detalladamente el movimiento de Ío. Se dio cuenta de que se podía medir cuanto tardaba el satélite en dar una vuelta alrededor de Júpiter observando sus movimientos de entrada y salida en la sombra de Júpiter. Estimo que, aproximadamente, tardaba 42,5h (poco más de día y medio). Pero algo no cuadraba.

En algunos momentos, Ío salía de la sombra de Júpiter más tarde de lo previsto. ¿Era posible que Ío no tardara siempre lo mismo en hacer ese recorrido? ¿Era perezosa? ¿Cómo? No tenía mucho sentido, hasta que se percató de que Ío tardaba más cuando Júpiter y la Tierra estaban separándose, pero que tardaba menos cuando se aproximaban. Ahí estaba la clave.

Era la luz. Su velocidad era tan rápida que no se podía estimar usando un kilómetro de distancia como había intentado Galileo, se necesitaba una distancia planetaria para ello. Romer estimó que la luz tardaría 11 minutos en llegar a la Tierra desde el Sol. Se equivocó por muy poco (en realidad son unos 8 minutos con 20 segundos), pero no por el método, sino porque la distancia del diámetro de la órbita terrestre que usó no era correcta.

Sin saberlo, Rømer no sólo encontró la velocidad de la luz, sino uno de los pilares de la física moderna.

Roemer inventó el instrumento de tránsito, el altacimutal (una montura para telescopios astronómicos que permite tanto la rotación horizontal como vertical) y el telescopio ecuatorial. Montó sus invenciones en su observatorio de los alrededores de Copenhague.

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